sábado 29 de junio de 2024
Lo mejor de los medios

Adelanto de «Vacunas», de Stuart Blume

Durante muchos años, las autoridades sanitarias les han echado la culpa de todo rechazo a las vacunas a las actividades de los grupos antivacunación que propagan desinformación a través de Internet. Se rehusaban a ver que había algo más complejo en el medio. Nunca se consideró la posibilidad de que las estructuras y prácticas establecidas tuvieran algo de responsabilidad de lo que estaba sucediendo.

El argumento de este libro es que las dudas relacionadas con las vacunas —la reticencia a la vacunación— derivan de los cambios que tuvieron lugar tanto en el modo en que se desarrollan y producen las vacunas como en el modo en que son formuladas las políticas de vacunación y en quienes las formulan. Muchas de las vacunas introducidas durante los últimos años no fueron desarrolladas como respuesta a una necesidad social urgente. La cambiante estructura de la industria farmacéutica pareció dar origen a la sensación de que la oportunidad comercial estaba llegando a desempeñar un papel excesivo en el desarrollo de nuevas vacunas.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

Siete Políticas: la vacunación en un mundo globalizado

Cambio de racionalidad

Antes vimos el modo en que influyó en el desarrollo de vacunas el cambio en la base ideológica de las políticas públicas que tuvo lugar en la década de 1980. Pero ¿qué hay de sus efectos sobre el modo en que se usaban las vacunas?, ¿sobre el lugar que ocupaba la vacunación en la atención médica?, ¿sobre el acceso?

En la década de 1980, el gobierno estadounidense y las organizaciones internacionales que este dominaba en gran medida, como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, comenzaron a dar su apoyo a los países pobres con la condición de que se adhirieran a los principios de desregulación, liberalización y privatización. El rol del Estado debía ser reducido lo más posible. Bajo la influencia del Tesoro de Estados Unidos, el Banco Mundial comenzó a dar “préstamos para fines de ajuste estructural”, con los que los países desesperadamente endeudados pudieran pagar sus deudas y seguir manteniendo sus servicios. En el campo de la salud, esos préstamos se estaban volviendo vitales para que muchos países pobres siguieran teniendo la capacidad de proveer incluso los servicios de salud básicos. Sin embargo, se imponían condiciones estrictas. Los servicios de salud deberían ser privatizados, descentralizados y desregulados. Los usuarios deberían pagar honorarios. Algunos gobiernos, como la dictadura de Pinochet en Chile, simpatizaron de forma innata con estas ideas económicas y pronto reestructuraron sus servicios de salud acorde a ello. Otros reaccionaron con más reticencia, aunque fueron pocos los que pudieron evitar por completo los recortes a los servicios públicos de salud. En buena parte del mundo, a las familias pobres se les volvió cada vez más y más difícil obtener atención médica formal. A medida que se fueron implementando estas medidas, las cosas empeoraron. El paludismo, por ejemplo, se cobró más de un millón de vidas por año durante la década de 1980; en gran parte, de niños africanos. Mientras las reestructuraciones requeridas por los donantes internacionales fueron implementadas, en el sur de África la tasa de mortalidad del paludismo aumentó. No era que solo fuera el paludismo el que se cobraba la vida de cientos de miles de niños en los países pobres. La neumonía era responsable del 10 por ciento del total de muerte infantil del mundo en vías de desarrollo. Otro gran riesgo provenía de la falta de acceso a agua potable. En los lugares donde hay medidas de higiene deficientes y fuentes de agua contaminadas, las comunidades están expuestas a patógenos que causan enfermedades diarreicas. Una vez más, los niños son quienes más probabilidades tienen de sufrir. El rotavirus causaba graves enfermedades diarreicas entre algo así como dos millones de niños por año, y, como consecuencia, morían más de 450.000 menores de cinco años anualmente. La shigela causó millones de casos de disentería grave por año, al menos 100.000 de los cuales terminaron en la muerte del paciente, principalmente, una vez más, entre niños del mundo en vías de desarrollo.

El concepto de que “el mercado es el que más sabe”, tan influyente en la era de Reagan y Thatcher, trajo consigo una gran redistribución de la autoridad. Hacia fines del milenio, la industria farmacéutica multinacional tenía una influencia mucho mayor que la que había tenido antes, mientras que los gobiernos se encontraban mucho más limitados en sus acciones. Nuevas organizaciones filantrópicas, en particular la Fundación Bill y Melinda Gates, llevaron considerables nuevos recursos a la salud pública, y también una particular serie de valores. ¿Cómo influían estos desarrollos en el hecho de que se recurriera a las vacunas como herramientas de la salud pública? Esa es la pregunta para este capítulo. De hecho, el origen de los cambios que estaban teniendo lugar se puede encontrar antes, en la década de 1970. Fue en la segunda mitad de aquella década que los costos de la atención médica, que aumentaban rápidamente, comenzaron a preocupar a los políticos; recurrir desenfrenadamente a tecnologías nuevas y caras parecía ser un factor importante. Ese fue el momento en que intervinieron los economistas y persuadieron a los responsables políticos de que ellos, y solamente ellos, tenían las herramientas con las que se podía tomar racionalmente las decisiones difíciles pero inevitables.

A diferencia de la poliomielitis, la rubéola y las paperas no son enfermedades mortales. A diferencia del sarampión, no representan, ni representaban durante la década de 1970, una gran amenaza para la salud de los niños de los países pobres. Incluso ahora, muchos países de África y de Asia no incluyen antígenos contra las paperas y la rubéola en sus esquemas de vacunación. Pero se supone que los niños nacidos en América del Norte, Australia o Europa deben ser vacunados contra ambas cuando tienen entre doce y quince meses de edad, con una dosis de refuerzo algunos años después. Los comienzos de la vacunación contra la rubéola y contra las paperas muestran el modo en que las nuevas consideraciones se volvían cada vez más importantes a la hora de formular las políticas de vacunación.

Los desarrollos en la salud pública siempre reflejaron el resultado de las negociaciones políticas, sin importar si se enfocaban en las prioridades, la influencia, los intereses económicos o la afirmación de la independencia nacional. Al igual que una obra de arte o un ensayo académico, el producto final —una política— debía ocultar el dificultoso trabajo de su construcción. Las políticas sanitarias son explicadas y justificadas de manera diferente según el público y el escenario. Depende de qué es lo que hay en juego. Por ejemplo, como vimos en el capítulo anterior, durante la Guerra Fría, el éxito del control de enfermedades era un campo en que el Este y el Oeste intentaban mostrar su superioridad tecnológica e ideológica. Pero para los padres, las vacunas y los programas de vacunación son presentados como herramientas para la protección de su hijo, para evitar un riesgo innecesario para su salud. Y por supuesto que eso son, pero no son solo eso. La política de vacunación consiste en más que solamente la decisión de ofrecer o no ofrecer una vacuna en particular. Por ejemplo, deben tomarse decisiones acerca de quién debería recibir la vacuna, cuántas dosis necesitará y cuándo, y quién debería ser el primero en la hilera si llega a haber faltantes de la vacuna. Además, si miramos tras bambalinas y observamos el modo en que se llega a las decisiones, veremos aplicada una lógica un tanto distinta. ¿Cuál es la base sobre la que se toman esas decisiones? El comienzo de la vacunación contra las paperas y contra la rubéola nos muestra cómo, hacia la década de 1970, los objetivos no solo eran proteger a cada niño, sino, además, ejercer cada vez más influencia. Por supuesto, en las declaraciones públicas siempre había que poner énfasis en la protección del niño, ya que los padres no llevan a inmunizar a su hijo con el fin de ahorrar dinero en la atención médica o para erradicar una enfermedad. (Que lo hagan en interés de la comunidad en su conjunto es una cuestión discutible, cuya respuesta probablemente difiera de un lugar a otro). En este capítulo veremos el surgimiento de una brecha entre la lógica de la creación de políticas por un lado y las percepciones públicas de las políticas de vacunación por el otro. Esta brecha se está ensanchando, con consecuencias sobre las que hablaremos en el último capítulo.

Cuando se estaba considerando la vacunación contra la rubéola, en la década de 1970, se reconoció que la naturaleza de la enfermedad implicaba que presentaba un desafío particular. La rubéola (el sarampión alemán) no es tan grave para la persona que se contagia, pero si resulta que esa persona está embarazada, los resultados pueden ser muy graves. Era el feto aún sin concebir el que necesitaba protección, no la mujer que daría a luz. ¿Cómo se utilizaría la vacuna? Vacunar directamente a jovencitas en edad de tener hijos con una vacuna atenuada (potencialmente teratogénica) era considerado demasiado peligroso. Pero si daba la vacuna durante la niñez, era esencial que, años después, la inmunidad que esta brindaba permaneciera durante un posible embarazo.

Cuando comenzó la vacunación antirrubeólica, la mayoría de los países europeos ofrecieron la vacuna solo a las niñas, ya que eran ellas quienes corrían el riesgo de las malformaciones de feto relacionadas con la rubéola. La vacuna tendría que ser administrada mucho antes de que hubiera posibilidad alguna de que estuvieran embarazadas. Esa fue la estrategia utilizada en los Países Bajos, por lo que, a partir de 1974, las niñas de once años fueron vacunadas contra la rubéola. Los casos registrados cayeron de aproximadamente dos mil o tres mil por año, a principios de la década de 1970, a unos setecientos u ochocientos, en los años posteriores. Sin embargo, aún permanecía una incertidumbre crucial. ¿Persistiría la protección brindada a las jóvenes hasta el momento de un eventual embarazo? No se sabía mucho acerca del tiempo de protección que confería la vacuna.

Siguiendo un razonamiento diferente, las autoridades sanitarias de Estados Unidos habían decidido vacunar a todos los niños pequeños, tanto varones como mujeres. La mejor estrategia sería lograr una inmunidad de rebaño entre los niños, pues era mayormente entre ellos que circulaban estos virus. Si el virus había sido eliminado, dentro de todo, las embarazadas quedarían protegidas de forma indirecta. A pesar de las tendencias alentadoras, no fue todo color de rosa. Esto se debió, en parte, a que Estados Unidos no lograba alcanzar los altos índices de vacunación que manejaban muchos países europeos. Los estudios a nivel comunitario demostraron que ni siquiera las tasas de vacunación del 80 o del 90 por ciento bloqueaban la introducción y la transmisión del virus de la rubéola. La experiencia con otras vacunas implicaba que, en Estados Unidos, sería difícil llegar a índices generales de mucho más del 60 o del 70 por ciento.

El Reino Unido adoptó la misma estrategia que los Países Bajos. A partir de 1970, se ofreció la vacuna antirrubeólica a niñas de entre once y trece años. Al igual que los holandeses, habían considerado la estrategia estadounidense, pero la rechazaron, mayormente porque, por aquellos tiempos, la cobertura de la vacunación contra el sarampión era de solo el 50 por ciento y había temores de que una estrategia universal fracasara. Aunque hubo algunas niñas que se rehusaron a vacunarse, la cobertura pronto alcanzó el 78 por ciento (y ascendió hasta el 86 por ciento hacia 1988). Los informes sobre el síndrome de rubéola congénita (SRC), las interrupciones del embarazo relacionadas con la infección por rubéola y los estudios de laboratorio de las mujeres embarazadas presentaban tendencias en la dirección correcta. Hacia fines de la década de 1980, se estimaba que, por año, había 22 nacimientos de niños afectados con el síndrome de la rubéola y se interrumpían 73 embarazos a causa de este.

El riesgo para una mujer vacunada que después pudiera quedar embarazada dependía del tiempo que duraba la protección otorgada por la vacuna, y también de la medida en que el virus vivo continuaba circulando. Este segundo factor dependía, en sí mismo, del índice de cobertura alcanzado. En otras palabras, mientras más durara la protección y mientras más personas vacunadas hubiera, menor era el riesgo para el individuo. En el Reino Unido, los modelos de simulación se estaban convirtiendo en un nuevo aporte para el estudio de enfermedades infecciosas. Los modelos por computadora se estaban utilizando para predecir la propagación a futuro de las enfermedades, introduciendo los valores de cuán infeccioso se consideraba tal o cual patógeno (el R0 que conocimos antes) y cuán protectora la vacuna. Un estudio de simulación sobre la rubéola arrojó que la mejor estrategia dependería de la eficacia de la vacuna, de las tasas de aceptación y de la tasa de disminución de la inmunidad a lo largo del tiempo, pero también de la importancia relativa que debía darse a los beneficios a corto plazo frente al riesgo de una posterior reaparición de la enfermedad. Frente a esto, no podía darse por sentado que la estrategia óptima en un país con alta cobertura fuera la mejor estrategia para uno con baja cobertura. Lo crucial, sin embargo, es que el propósito mismo de la vacuna antirrubeólica, en Europa, estaba a punto de cambiar. En lugar de ofrecer una protección directa a cada mujer, ahora el objetivo de la vacuna antirrubeólica era interrumpir la circulación del virus. Ese era el objetivo sobre cuya base se había basado el criterio de Estados Unidos desde el principio. Los estadounidenses habían tenido razón al llegar a la conclusión de que, vacunando solo a las niñas, resultaría imposible eliminar el virus e interrumpir su circulación.

Al igual que en el Reino Unido, la estrategia selectiva de los Países Bajos había reducido considerablemente la incidencia de malformaciones fetales e interrupciones de embarazos relacionadas con la rubéola. Sin embargo, los asesores de políticas de salud señalaron la conclusión de los británicos de que, con esa estrategia, no se las podía prevenir por completo. Intrigado por el estudio de simulación de los británicos, el Consejo de Salud holandés deseaba repetirlo usando datos de los Países Bajos. Al introducir los datos disponibles en un modelo de simulación se llegó a la conclusión de que lo mejor para los Países Bajos sería aplicar la estrategia combinada. Más específicamente, parecía ser que, si tanto los niños varones como las niñas eran vacunados a los catorce meses de edad y las niñas una vez más a los once años, el virus de la rubéola podía ser eliminado con una tasa de cobertura del 85 por ciento. Si tanto los niños como las niñas eran vacunados por segunda vez a los nueve años, solo se necesitaría una tasa de cobertura del 75 por ciento. De alguna manera, ahora el objetivo era eliminar el virus, y en 1983 se le aconsejó al ministro de Salud holandés reemplazar la estrategia que se utilizaba contra la rubéola por otra en que tanto los niños como las niñas fueran vacunados a los doce meses de edad y una vez más a los nueve años. La expectativa era que eso llevaría a la eliminación virtual de la rubéola en un lapso de cinco a diez años. (Los modelos de simulación por computadora también sostenían que la rubéola bien podría volverse más frecuente en las comunidades pequeñas que, por motivos religiosos, se oponían a la vacunación. Los consejeros del gobierno estimaron que ese no era motivo suficiente para cuestionar una estrategia que consideraban conveniente para la mayoría).

Hacia mediados de la década de 1980, la mayoría de los países europeos habían seguido el ejemplo de Estados Unidos en su cambio por la vacunación universal contra la rubéola, y solo quedaban un puñado de países (entre ellos el Reino Unido e Irlanda) que aún vacilaban. En el Reino Unido se debatía la necesidad de cambiar de estrategia, con un ojo puesto en lo que estaban haciendo otros países. En 1986, por ejemplo, tres especialistas escoceses de la salud pública escribieron en el British Medical Journal:

Existen excelentes argumentos para combinar la vacunación contra el sarampión, las paperas y la rubéola entre los 15 y los 18 meses de edad, como se hace actualmente en Estados Unidos y en varios otros países. Al adoptar esta política, en 1982, Suecia ha demostrado que la erradicación completa del sarampión, las paperas y la rubéola es totalmente factible.

En la mayoría de los países europeos, se vacunaba a los bebés entre los doce y los dieciocho meses de edad. A esto le seguía (según el país) o una segunda vacunación universal entre los seis y los doce años, o una segunda vacunación solo para las niñas de entre diez y quince años. Los modelos simulados habían arrojado que eliminar el síndrome de rubéola congénita usando el enfoque “selectivo” solo sería posible si todas las mujeres expuestas eran vacunadas usando una vacuna que tuviera el 100 por ciento de efectividad. Pocas vacunas tienen el 100 por ciento de efectividad. En Europa, los esquemas de vacunación se estaban volviendo más y más estandarizados. Un argumento importante, esgrimido ahora por consejeros en políticas de vacunación, era que, a causa de la creciente circulación de personas en Europa, la estandarización era esencial, y que esto era así sobre todo en lo que respectaba a las jóvenes expuestas.

Los países cambiaban sus estrategias de vacunación antirrubeólica porque se convencían de que el objetivo debería ser eliminar el virus en lugar de proteger directamente a las potenciales madres, o porque sentían la necesidad de hacer lo mismo que sus países vecinos. Pero ¿qué había de las paperas? Las paperas no amenazaban ni la vida de los niños ni el bienestar de futuras generaciones. Era considerada, en términos generales, una enfermedad infantil leve y hasta un tanto cómica a causa de la inflamación de glándulas que provocaba. Entonces, ¿por qué comenzaron tantos países, entre ellos los Países Bajos y el Reino Unido, a vacunar a los niños contra las paperas?

Un editorial de The Lancet, publicado algunos meses después de que la vacuna de Merck contra las paperas fue autorizada en Estados Unidos, señaló que no se había hablado de introducir la vacuna contra las paperas en el Reino Unido. Como los médicos no tenían la obligación de informar sobre los casos de paperas, había muy poca información sobre cuán frecuente era. Una encuesta de médicos generales descubrió que la orquitis (una infección de los testículos) complicaba aproximadamente el 9 por ciento de casos de paperas en niños de catorce años o más. Aunque era dolorosa, se la podía aliviar con corticoesteroides. A pesar de la creencia popular generalizada, los casos de esterilidad eran muy poco frecuentes. La meningitis aséptica se formaba en el 2,4 por ciento de los casos, y aunque también solía concluir con una recuperación completa, el paciente debía ser hospitalizado. Aproximadamente 1.300 pacientes por año eran hospitalizados por paperas, en general, a causa de la meningitis aséptica. En los Países Bajos, donde a partir de 1976 se les exigió a los médicos que informaran los casos de paperas, había unos mil casos por año. Casi todos estos eran entre niños de menos de nueve años, y las complicaciones, que no eran frecuentes, casi siempre eran tratadas exitosamente. En el período de 1968 a 1978, se atribuyeron a las paperas un total de 48 muertes en los Países Bajos; más de la mitad fueron pacientes de mediana y avanzada edad. En Inglaterra y Gales se registraron 93 muertes por paperas entre 1962 y 1981, mayormente entre personas de más de 45 años. La inspección de los certificados de defunción dejó en claro que, en realidad, muchas de estas muertes no se debían a las paperas66.

Si bien la vacuna de Merck, al parecer, carecía de efectos secundarios y funcionaba por al menos dos años, ¿era necesaria? ¿Era necesario o incluso conveniente tratar de prevenir una enfermedad tan leve? La clase médica se encontraba indecisa. En un editorial de 1969, The Lancet señaló que “dado el impecable rendimiento de la vacuna en estos primeros ensayos, cabe esperar que las paperas puedan ser erradicadas de una comunidad de forma fácil y segura”. Por otra parte, el editorial continuaba diciendo que “[sin embargo, el profesor George] Dick correctamente ha advertido que no se nos deberían imponer más y más vacunas antivíricas tan solo porque es posible hacerlas”. Un editorial de 1980 del British Medical Journal cuestionó la respuesta probable del público. “A menos que el infundado pero frecuente temor a la esterilidad a causa de la orquitis parotidítica supere la desconfianza británica a las nuevas vacunas, la tasa de aceptación sería baja, sin duda alguna”. Además, existía el riesgo de que, si después de algunos años la protección desaparecía, tal vez habría más paperas entre los adultos, para quienes era más grave. El punto de vista predominante en la Gran Bretaña de la década de 1980 era completamente distinto al expresado por Langmuir en Estados Unidos, a efectos de que “si se podía hacer, debía hacerse”. De manera similar, en los Países Bajos las paperas eran consideradas una enfermedad menor de la niñez. No recibía mucha atención por parte de la prensa médica holandesa. Cuando, en 1971, MSD, la subsidiaria europea de Merck, solicitó el permiso para importar Mumpsvax a los Países Bajos, el gobierno no encontró motivo alguno para denegar el permiso. Pero tampoco había motivos para considerar una vacunación colectiva contra las paperas.

En un principio, las percepciones pública y profesional de la gravedad de las paperas no habían sido diferentes en Estados Unidos, lo que no auguraba nada bueno para las perspectivas comerciales de la vacuna. Si se deseaba que fuera un éxito, la gente debería aprender a cambiar su visión sobre las paperas. Lo que sucedió posteriormente, como la historiadora Elena Conis tan bien ha demostrado, es que, al igual que el sarampión (aunque con una mayor dificultad), las paperas tuvieron una “renovación de imagen” para el público estadounidense. Conis nos muestra que los informes inspirados por la nueva vacuna destacaban cada vez más los riesgos de sufrir daño cerebral y retraso mental, a pesar de que no habían sido cuantificados ni comprobados. En otros foros, las paperas eran consideradas una “molestia”, una “inconveniencia” que los padres estadounidenses ya no necesitaban seguir tolerando. Al decir de Conis, las paperas fueron “transformadas retóricamente” en una enfermedad grave de los niños, cambiando gradualmente de una “molestia que evitar” a una “enfermedad paralizante mortal”.

Es fácil notar la importancia de la “renovación de imagen” en un sistema de salud orientado a clientes que pagan, y donde la publicidad directa de medicamentos y vacunas al público está permitida y es algo frecuente. En Europa la publicidad directa de medicamentos y vacunas no está permitida, por lo que no se podría llevar a cabo una campaña de marketing similar. Si la percepción pública de una enfermedad iba a tener que cambiarse, entonces debería hacerse de otra manera. Entonces, ¿cómo llegaron los asesores del gobierno a comprometerse a vacunar contra una enfermedad que en general se consideraba trivial? ¿Qué argumentos, o qué pruebas, los convencieron?

Cuando el Consejo de Salud holandés, en respuesta a los pedidos del ministro de Salud, comenzó a debatir la vacunación contra las paperas, sus miembros disintieron respecto de cuáles pruebas eran más relevantes. En los niños, las paperas eran relativamente inocuas, y la mortalidad relacionada con las paperas era mínima. Además, no se sabía mucho acerca del tiempo de protección que proveería la vacuna. Se corría el riesgo de que la circulación del virus cambiara a grupos de mayor edad. Pero algunos miembros señalaron el hecho de que la vacuna ya se estaba utilizando en Estados Unidos, Alemania y Suecia. Un representante gubernamental de Inspección de Salud señaló que existía la probabilidad de que el Parlamento Europeo recomendara armonizar los esquemas de vacunación de Europa. La vacuna contra las paperas era una de las principales diferencias entre los esquemas de los diferentes países europeos. Entonces se introdujeron argumentos económicos. Estos sostenían que los costos de proveer la vacuna serían menores a los costos asociados con la admisión hospitalaria de los pacientes con paperas. Si los otros aspectos no variaban, se podría ahorrar dinero. Al estudiar el número de personas ingresadas en hospitales por paperas, y la extensión de su estadía, la Inspección de Salud estimó que, en 1979, esos costos hospitalarios habían sido el doble que lo que se había utilizado para la vacuna contra el sarampión. La duración de la protección brindada y el consecuente riesgo de una mayor circulación del virus entre grupos de mayor edad seguía generando incertidumbre. Los datos disponibles eran inadecuados para que los modelos matemáticos fueran de gran valor.

La sensación de que se trataba de una enfermedad poco importante fue gradualmente anulada por tres consideraciones. Una era lo que se hacía en otros lugares. Los asesores holandeses estaban impresionados por los datos de Estados Unidos, que mostraban una caída en el número de casos registrados de paperas. La segunda, y un tanto diferente, era la creciente sensación de que el esquema de vacunación holandés iba a tener que armonizarse con los de otros países europeos como resultado de las iniciativas de políticas de la UE. Y en tercer lugar, el dinero. Aunque no había datos disponibles para mucho más que un cálculo aproximado, el posible ahorro en el presupuesto para la atención médica pesó mucho en los debates del comité. Estas eran las consideraciones que se habían tornado cruciales: ahorrar dinero y armonizar. Pero ¿quiénes deberían ser vacunados? Eran los niños varones quienes estaban más expuestos y los hombres adultos quienes corrían un riesgo particular (aunque muy leve). De todas maneras, en 1983 se le aconsejó al ministro de Salud holandés que todos los niños fueran vacunados contra las paperas a la edad de catorce meses (con una segunda dosis más adelante). El motivo tenía que ver con el hecho de que todos los demás países estaban optando por la vacuna triple viral introducida por Merck. Vacunar solo a los niños varones era incompatible con el uso de la vacuna múltiple, que debería ser administrada tanto a varones como a mujeres. Entonces, para lograr el apoyo de los padres, habría que encontrar argumentos en favor de vacunar a las niñas. A los asesores políticos se les ocurrieron los siguientes argumentos. Primero, había un número “significativo” de niñas que también eran hospitalizadas con paperas (de hecho, el promedio era de 115 por año). El segundo argumento era que vacunar solo a los niños varones (o sea, a la mitad de los niños en general) no reduciría lo suficiente la circulación del virus, por lo que la protección pasiva de los no inmunizados sería limitada.

En 1986, el ministro de Salud holandés decidió introducir la vacuna triple viral al programa nacional de vacunación. Justificó su decisión haciendo referencia a estudios realizados en otros lugares, sin inmutarse ante la falta de estudios de rentabilidad realizados en los propios Países Bajos. Tal declaración no solo señala la importancia fundamental que la evidencia económica había adquirido, también hace alusión a la importancia relativa que se le atribuiría a la evidencia nacional respecto de la internacional. Veinte años más tarde, estos elementos serían predominantes a la hora de tomar decisiones (aunque no en los debates públicos). Si se había demostrado que una vacuna era efectiva en un lugar, entonces se podía dar por sentado que lo sería en otro, incluso si allí no se habían realizado estudios. El único motivo de vacilación sería cuando circularan cepas de virus que fueran claramente diferentes. En 1988, en el Reino Unido también comenzó la vacunación contra las paperas.

El argumento de este libro es que las dudas relacionadas con las vacunas —la reticencia a la vacunación— derivan de los cambios que tuvieron lugar tanto en el modo en que se desarrollan y producen las vacunas como en el modo en que son formuladas las políticas de vacunación y en quienes las formulan.
Publicada por: Ediciones Godot
Fecha de publicación: 06/01/2024
Edición: primera edición
ISBN: 9789878928425
Disponible en: Libro de bolsillo

Lo último