Dicen que hay una ciudad cordobesa en la que, de vez en cuando, ocurren milagros.
El primero sucedió la noche del 31 de enero de 1965, época de gloria para el folklore, cuando se escuchó por primera vez la voz de Mercedes Sosa en el festival de Cosquín. Del otro, este 26 de enero se cumplen 25 años: una adolescente Soledad Pastorutti debutaba en el mismo escenario, y lograba revivir un género que parecía estancado. Nadie pudo preverlo y ya nadie las pudo parar. Ambas se convirtieron en las figuras femeninas más populares del folklore argentino contemporáneo.
Un recorrido para entender la génesis y la evolución de estos talentos inigualables que, a falta de una explicación mejor, llamamos torpemente, milagros.
¿Cómo fue? ¿Cómo fue que esa mujer de 30 años, tucumana, hija de un zafrero y una lavandera, con sangre indígena y vasco francesa, una noche cantó en Cosquín e iluminó la conciencia de América, porque interpretó a Margarita Palacios, Atahualpa Yupanqui, Violeta Parra, Armando Tejada Gómez y Fernando Iramaín como nadie lo había hecho hasta ese momento? ¿Y cómo fue que algo así volvió a suceder en 1996, en el mismo escenario, cuando una adolescente de 16, de Arequito, un pueblo sojero al sur de la provincia de Santa Fe, del que nunca se fue, hija de un mecánico y una profesora de danzas, apareció como un vendaval esa noche de verano y cantó como si la supervivencia de su familia y el folklore dependiera de ese instante?
Nadie lo sabe. Dos milagros sucedieron en ese festival de folklore en Cosquín, una ciudad cordobesa de 20 mil habitantes con ritmo de pueblo, que cambió y no cambió tanto, conservadora, religiosa, inventiva, alunada, ubicada en el centro del país, donde año a año llegan un millón de personas de todas las provincias, con todas las tonadas y todas las músicas, de cada región, cada pueblo, cada habitante.
Cosquín: la creación de un mito donde vive y renace el folklore
Esa comarca de ríos y sierras habitadas por los comechingones antes de que llegaran los españoles en 1573, ya era un pueblo de músicos. Los habitantes originarios cultivaban la tierra y eran bien dados a la música y la danza. Desde entonces, el Valle de Punilla es conocido como el Valle de la Música. Ubicado a unos 50 kilómetros de la capital cordobesa, al pie del cerro Pan de Azúcar, ese oasis natural se convirtió en refugio de los padres de la orden católica betlemita y en villa turística para la aristocracia. Presidentes como Julio Argentino Roca, políticos y familias de clases altas de Córdoba se instalaron periódicamente a fines del siglo XIX.
A partir del 1900 el aire puro de las sierras fue lugar de recuperación de los enfermos de tuberculosis, considerada la “peste blanca”. La inauguración del sanatorio modelo Santa María en 1911 con 150 empleados -ese año en la Argentina murieron más de 9.000 personas a causa de la epidemia- generó un inesperado movimiento económico para el pueblo.
Sólo había una manera de frenar a los autos: poniendo un escenario de ladrillos a la mitad de la ruta
Por el estigma que generaba la tuberculosis, muchos pacientes, entre ellos artistas que se habían logrado recuperar, no volvieron a sus ciudades y se quedaron a vivir y morir en el pueblo. Cuando aparecieron los tratamientos con antibióticos a fines de los años cuarenta y los centros especializados de salud empezaron a sufrir económicamente la reducción de pacientes, Cosquín -que había pasado de ser una villa rural con paisajes idílicos en 1890 a una ciudad de reposo para los tuberculosos a fines del treinta- se quedó sin el que había sido el motor de su economía. Entonces, empezó otra historia, la construcción de un nuevo mito para la ciudad.
En la década del cincuenta, Córdoba vivía una explosión demográfica y laboral, a partir de la instalación de la industria automotriz y las medidas económicas de la primera presidencia de Juan Domingo Perón. Se produce entonces una gran migración interna hacia Córdoba capital y de los pueblos del interior de la provincia.
Mientras la capital cordobesa crecía, Cosquín a lo largo de los años cincuenta sufrió el dilema de ser una villa turística sin visitantes, a pesar de su ubicación privilegiada como puerta de entrada a todo el Valle de Punilla. La ruta 38 pasa por el medio del pueblo y se transforma en la calle San Martín -donde están todos los negocios y las dos plazas principales- hasta atravesar el puente sobre el Río Cosquín. Por entonces, los turistas que pasaban con sus autos para ir hasta La Falda o La Cumbre, levantaban las ventanillas y se tapaban la boca con un pañuelo, a pesar que la enfermedad ya había encontrado cura.
Sólo había una manera de frenar a los autos: poniendo un escenario de ladrillos a la mitad de la ruta.
Es agosto de 1960 y un grupo de vecinos, comerciantes y profesionales de Cosquín, se reúnen con el intendente para generar ideas que puedan reactivar el turismo en el pueblo. “Eran todas personas de diferentes ideologías, partidos políticos pero que tenían un fin común. No había distinción social. Ahí se crea la primera Comisión Municipal de Cultura, Turismo y Fomento, que será el antecedente de la Comisión de Folklore que vendrá después”, cuenta Jane L. Florine, que realizó durante quince años una investigación sobre los orígenes y desarrollo de Cosquín en su libro El duende musical y cultural de Cosquín (Editorial Dunken).
En el país la música folklórica es un boom. El incremento de la difusión de la música nacional en un cincuenta por ciento por un decreto del presidente Perón de 1949, deriva en una promoción de nuevas figuras regionales.
El fenómeno social lo retrata el periodista Jorge Araoz Badi: “En las peñas, frente a los tocadiscos, la radio a transistores o a la pantalla del televisor, no pasa un día sin que los argentinos rindan su cuota de homenaje a Salta o le canten su himno a través de una apasionada zamba”. Incluso en las clases altas más ilustradas, donde no hacía tanto el folklore había sido despreciado, la música de raíz nativa era celebrada. Artistas como Los Chalchaleros, Jaime Dávalos, Eduardo Falú, Horacio Guarany, Atahualpa Yupanqui o Ariel Ramírez son masivamente escuchados, como cuenta el historiador Sergio Pujol en el libro La década rebelde: los años sesenta en la Argentina.
En las tres disquerías que hay en Cosquín el boom del folklore se hace sentir. En una de las reuniones de la Comisión, donde se barajan distintas ideas para generar un evento que atraiga al turismo, Rubén Wisner, hermano del presidente, toma la palabra y dice que se están vendiendo muy bien las grabaciones de folklore en su disquería y sugiere un evento orientado a esa música. En la provincia ya habían surgido algunos festivales regionales en Cruz del Eje, El Arañado y Dean Funes. También llegaban noticias del Festival de la Vendimia en Mendoza. En Cosquín, estaba el antecedente de los tablados callejeros y las actividades con artistas del folklore de años anteriores.
La idea de un festival popular dedicado a la música de raíz, que competía en el gusto juvenil con la música beat, prendió rápidamente en todos. Pero no podía ser un festival más. Tenían que lograr algo fuera de lo común y que cambiará totalmente la imagen de pueblo fantasmal. “Había dos grandes deficiencias; primero no saber nada de folklore, segundo había que tener sentido empresarial”, dice Wisner, en el libro Había que cantar, que cuenta la historia oficial del festival.

Los médicos Santos Sarmiento y Reynaldo Wisner, el dramaturgo Germán Cazenave, que había formado parte del grupo El alma encantada y el cura José María Monguillot, fueron los que terminaron de darle forma al evento, trabajaron en las principales ideas y establecieron las bases del festival. Para la primera edición se eligió la segunda quincena de enero, la de mayor afluencia turística al Valle de Punilla, entre el 21 y 29 de enero. Serían nueve días -por la novena religiosa-, con entrada libre y gratuita. Como no había experiencia en un evento de tal magnitud, todo el pueblo participó activamente. Un músico coscoíno dijo que era conocido de Horacio Guarany y lo llamó para que formara parte de la primera edición. El folclorista sugirió buena parte de la programación, arrimó contactos con otros artistas y le dio la estructura al espectáculo general.
Horacio Guarany fue uno de los que inauguró la costumbre de que los artistas consagrados vayan a cantar por todo el pueblo
Los Chalchaleros, que ya eran un número de grandes ventas, desde mediados de los cincuenta, decidieron ir sin cobrar cachet para apoyar el encuentro. Se vendieron rifas a la población y los comerciantes apoyaron comprando lugares en la feria que se iba a montar alrededor del escenario principal. El doctor Sarmiento aportó ladrillos que iba a utilizar en la reparación de su clínica para armar los fogones, cuenta Jane Florine, investigadora norteamericana. Se hicieron varias “acciones de marketing”: regalaron alfajores a los turistas que pasaban de camino a La Cumbre y llegaron a un acuerdo con la radio LV2 de Córdoba, que transmitiría el evento, para incentivar la llegada de aficionados y nuevas figuras.
Lo que siguió después demostró una visión fuera de la común y un gesto de desesperación: levantaron el escenario sobre la calle de la Plaza San Martín, cortando la ruta 38, que atravesaba todo el centro del pueblo. De esa manera los micros y los autos se iban a enterar de que había un festival. Un muro de ladrillo de seis metros de alto funcionaría como el respaldo del escenario para montar el techo de chapa y el tablado de madera. La construcción llevó dos semanas y participaron albañiles del pueblo que trabajaron ad honorem. El escenario quedó listo apenas unas horas antes del comienzo del festival. Al término de las nueve noches, el escenario se tiró abajo por completo, como había prometido el intendente a los funcionarios de Vialidad Nacional, que lo habían amenazado con llevar una topadora porque estaba infringiendo la ley por cortar una ruta provincial.
Cinco mil personas asistieron a la primera noche. Durante el resto de las jornadas se duplicó la asistencia y el consumo de locro: dos ollas con 200 kilos se agotaban todos los días. Los artistas se quedaron a vivir en el pueblo todo el festival. Horacio Guarany fue uno de los que inauguró la costumbre que los artistas consagrados vayan a cantar por todo el pueblo. “Un verdadero suceso alcanzó este festival de la danza y el canto nativo”, decía El Diario
Córdoba. El festival empezaba a hacer historia.
En 1963, el escenario se cambió de la Plaza San Martín a su espacio definitivo de la Plaza Próspero Molina, luego de que un grupo de pobladores tomara el predio tras la negativa del intendente de cederlo para construir un nuevo escenario.

Para la quinta edición en 1965, el Festival Nacional de Folklore ya se había convertido en un polo de atracción de visitantes de todo el país. Unas 30.000 personas por noche circulaban por las inmediaciones del predio. En los postes de alumbrado a lo largo de la calle San Martin había unos parlantes que permitían seguir lo que pasaba en el escenario en un radio de diez cuadras, entre la plaza San Martin y la Plaza Proóspero Molina.
El predio, con capacidad para más de 5.000 personas, estaba rodeado apenas por un alambre y unos molinetes. “Siempre recuerdo que la preocupación más grande que tenían mi padre y mi tío era que se escuchara bien en la calle. Que fuera algo realmente popular y que tuviera acceso tanto el que podía pagar la entrada como el que no. Entonces el festival se vivía en las calles con una intensidad que no existe en otro lado”, cuenta Luis Nogués, hijo del histórico sonidista del festival hasta los setenta, que desde chico andaba con su padre y su tío, arriba del escenario entre cables y válvulas. Con el tiempo, él asumiría ese rol.
—Hay imágenes de los artistas consagrados que eran llevados en andas
—Eso lo llegué a ver. Lo viví. Recuerdo que sacaron en andas a Los Cantores de Quilla Huasi para llevárselos a cantar al río. Mi padre en medio del tumulto fue a rescatar sus micrófonos y una vez en la cabina con el traje todo maltrecho por la lucha con la gente me dijo: “Esto vas a tener para contarle a tus nietos”. Eso no se vio después. También me acuerdo de un cierre a las 9 de la mañana en la plaza con Los Nombradores. La plaza llena con ellos cantando. No se movía nadie y estaba el sol de enero achicharrándonos la cabeza.
Cosquín empezaba a crear su propia mística.
En la quinta edición del festival en 1965, canciones populares como “Angelica” y “Guitarrero” se medían frente a nuevas obras como “Canción para un niño en la calle”, estrenada ese año por Los Andariegos, una agrupación de avanzada junto a otros conjuntos de la época.
En ese tiempo los sellos discográficos empezaban a tallar fuerte.
“Pronto, a los cinco años, empezó a querer expandirse Cosquín. Cuando empiezan las discográficas a inmiscuirse comienzan para mí algunos problemas del festival”, dice el folklorista Carlos Di Fulvio, que vio la evolución desde el primer Cosquín. “La parte bohemia cuando es exitosa la copan los intereses de los sellos grabadores. Yo era crédito de RCA Víctor. Así Jorge Cafrune pasó a ser crédito de CBS Columbia. Ahí estaban los tejos puestos. Era como una carrera de caballos. Después apareció Philips y se llevó todo”.
SE DECÍA QUE NO LA QUERÍAN DEJAR PORQUE ERA COMUNISTA. PERO HAY OTRA VERSIÓN.
Santos Lispeker, uno de los representantes de Philips, estaba atento a todo lo que sucedía en el escenario durante las nueve lunas, pero no esperaba encontrarse con lo que se encontró la noche del 31 de enero de 1965, en el cierre del festival.
El primer milagro: Cosquín descubre a Mercedes
El folklorista Jorge Cafrune, nacido como un ídolo popular en Cosquín cuando fue revelación del año 62, está en el escenario y presenta a una muchacha humilde de Tucumán, con un vestido rojo prestado por una amiga, que salió a cantar sola con el bombo en el escenario de la Plaza Próspero Molina. El Turco Cafrune le dio la nota. Se hizo un silencio de misa y Mercedes Sosa comenzó a escribir su historia en la música argentina con el tema “Canción del derrumbe indio” de Fernando Figueredo Iramain, una obra desconocida para el gran público, hasta ese preciso momento.

—¿Recuerda esa noche de 1965?
—Uhh, ¿cuando debutó Mercedes? Sí, estaba ahí. Presencié ese parto.
La voz de Marcelo Simón suena engolada. Fue libretista de Cosquín desde 1963, en los primeros años de explosión del folklore. El periodista, locutor y director durante muchos años de Radio Nacional, recuerda el perfil aindiado de una joven Mercedes de 30 años.
– Yo estaba ahí entre cajas en el escenario. Estaba ahí.
Simón, amigo de poetas como Jaime Dávalos y Ariel Petrocelli, lo repite como si hubiera asistido a un acontecimiento semejante a la llegada del hombre a la Luna.
– Curiosa la canción que eligió, casi una provocación. Era una ratificación de la ideología no confesa pero conocida de Mercedes. Ella estaba en ese grupo de lo que fue la asociación Daefa, era un grupo de artistas del espectáculo, conocida por todos menos por el público, por su filiación comunista.
“…la Negra empezó a cantar “Zamba de los humildes”, acompañada por Oscar Matus. (…) nos dimos vuelta a escuchar a esa mujer que nos conquistó con solo largar su voz” (Marian Farías Gómez)
Simón era un comunicador muy joven, tenía 24 años y como otros de su edad, estaba atraído por esa revolución musical que se había producido en el ambiente y las ideas políticas de izquierda que circulaban entre poetas, intelectuales y músicos. El manifiesto del Nuevo Cancionero, presentado en 1963 en el círculo de periodistas de Mendoza por el poeta Armando Tejada Gomez, los músicos Oscar Matus y Tito Francia y Mercedes Sosa -como la única cantora de ese colectivo de artistas del teatro, la pintura, la literatura y la música- encendió una chispa, un fuego generacional, que no se apagaría más.
—Mercedes Sosa para un grupo de difusores, o iniciados en estas cosas del folklore, era conocida. Quien no la conocía era el público. No había actuado tanto públicamente. Para muchos de nosotros no era solo conocida sino admirada.
Simón no era el único que la admiraba.

Marian Farías Gómez, cantante y percusionista, hija del santiagueño Enrique Farías Gómez y la porteña Pocha Barros, forma parte de una dinastía folklórica. En los sesenta sus padres tenían una peña en Buenos Aires llamada La Tribu. En ese lugar debutaron Los Huanca Huá, una agrupación que tenía con sus hermanos Chango Farías Gómez y Pedro Farías Gómez, que revolucionó el folklore por sus arreglos vocales y el uso de fonemas que reemplazaban los instrumentos de percusión. Su versión a cinco voces y a capella del malambo “El pintao» fue tan memorable que, incluso en la actualidad, un sampler de esa canción se utilizó en el último disco del rapero estadounidense Kanye West.
Una noche de 1963 o 1964, dice Marian, entra en la peña el respetado músico cordobés Hedgar Di Fulvio con una mujer morena, muy flaquita y de pelo largo, y un señor con una guitarra y la cara picada de viruela. ”Estábamos con Marilina Ross y Selva Alemán. Habíamos terminado de grabar un programa de televisión que hacíamos juntas y fuimos a la peña. De golpe se abrió la puerta. No había público todavía. Hedgar se acercó a mi mamá y le dijo: “Pocha me gustaría que escuches a esta mujer”. Mamá le dijo que sí y la Negra empezó a cantar “Zamba de los humildes”, acompañada por Oscar Matus, su marido. Nosotras que éramos tres mocosas, tendríamos unos veinte años, nos dimos vuelta a escuchar a esa mujer que nos conquistó con solo largar su voz. A partir de ese día Mercedes era figura de la peña todos los martes. Mis viejos la contrataron durante mucho tiempo”, dice Farías Gómez.
Se la volvió a encontrar en el festival de 1965. “Estaba ahí por Cosquín, pero no la querían dejar cantar porque decían que era comunista. Y el Turco Cafrune que era la estrella de nuestra música folklórica decidió invitarla igual”. Marian, confirma y repite una versión de la historia. Pero hay otra.
Es verdad que había sectores en Cosquín, que no la querían. Reynaldo Wisner, uno de los fundadores del festival, le contó a la musicóloga norteamericana Jane L. Florine autora del libro El duende musical y cultural de Cosquín, el Festival Nacional de Folklore argentino, que un dirigente del partido comunista lo fue a visitar a su casa y le llevó un disco de Mercedes Sosa. “Recibía muchos pedidos y recomendaciones de artistas, pero yo no escuché el disco ni le di curso al pedido. Ni siquiera le avisé a Germán Cazenave, que era el encargado de la programación”, contó Wisner a la investigadora.
Mercedes estaba afiliada al partido al igual que Oscar Matus pero a Cosquín llegaron por su propios medios y la ayuda de algunos amigos. Dormían en una pieza modesta que habían alquilado a un bombero del pueblo. Su hijo Fabián de seis años iba con ellos. De día, Mercedes recorría las disquerías del pueblo, que en ese momento eran tres, para vender su material. Con eso pagaba los gastos de la estadía. Por la noche salía a cantar en las peñas. Además de la peña oficial del cura Monguillot, una de las preferidas por los músicos era La Confitería Europea, en la esquina de Perón y Sabatini, a cuatro cuadras de la Plaza Próspero Molina.

“Después de actuar en el festival nos íbamos a la Europea y cantábamos lo que queríamos. Ahí la gente nos iba a escuchar. Me acuerdo que Chito Zeballos decía: muchachos hay que cuidarse para seguirla ahí. Nueve, diez de la mañana nos íbamos de la confitería con el sol en alto. Son etapas lindas”, dice Angel “Cacho” Ritro, el músico y cantante mendocino, que estuvo en la edición del año 65 con Los Andariegos, legendaria agrupación que grabó más de cuarenta discos y fue puntal de una línea vanguardista del folklore con sus arreglos instrumentales y vocales.
La Europea, donde los coscoínos profesan que están las mejores masas de la provincia, era un lugar donde ayudaron a Mercedes Sosa. “Era una mujer muy humilde, acá se la atendió bien, pero en la Europea donde se hacían las primeras peñas, ahí fue donde la llevaron, la contuvieron, se bañaba, le lavaban la ropa. Por más que era una gran cantante, era una persona de bajos recursos. Es algo que lo vivimos y de lo que siempre respetamos el valor como persona de ella. Como artista fue un genio y como persona también”, dice Eduardo Mastel, que en esa época formaba parte de la comisión juvenil del festival con 14 años. La situación de Mercedes no era muy distinta a la de otros artistas que llegaban por primera vez a Cosquín y todavía no eran conocidos popularmente. Llegaban a la localidad serrana con los bolsillos escasos de dinero y el sueño de subir al escenario.
“Les voy a ofrecer el canto de un mujer purísima que no ha tenido oportunidad de darlo. Como les digo, aunque se arme bronca, les voy a dejar a ustedes a una tucumana: Mercedes Sosa” (jorge cafrune)
“Nosotros la conocimos antes de que cantara esa noche en la plaza porque estuvo en mi casa. No sé quién la trajo”. La voz de El Puma, músico, poeta, cantor, suena con la evocación de un tiempo fundacional. Por su casa bautizada el Patio de los Poetas -una hectárea y media ubicada entre el río y el cerro Pan de Azúcar- pasaron Jaime Davalos, Atahualpa Yupanqui y Víctor Heredia. “Todavía está la piedra donde se sentó a preparar empanadas. Era carismática, muy linda, simpática, hablaba lo justo, y estaba con Matus. Ella tenía claro lo que quería hacer”.
—¿Imaginaba todo lo que podía pasar con Mercedes Sosa?
—No, ni en pedo sabíamos. Ella cantó primero en mi casa una zamba con el piano tocado por mi padre, un hombre al que no le gustaba el folklore sino el jazz. Después cantó “Luna tucumana” sola con el bombo y mi papá se paró, nos miró y nos dijo, tocándose el oído: “Escuchen”. Estábamos enloquecidos con ella. Ya la habíamos escuchado sin micrófono y cuando el Turco la hizo subir, no se bajó nunca más. Era extraordinaria, una tocada por la vara de Dios. Escuchá Mujeres Argentinas pibe, después me contás.
En distintos círculos del festival se empezaba a hablar de Mercedes.

Por esos días se llevó a cabo una reunión secreta entre Germán Cazenave y Jorge Cafrune, de la que participaron Marcelo Simón y el ala más progresista de la comisión. Cafrune, que había salido revelación en ese mismo festival en 1962 ya era un ídolo popular en todo el país y fue el primero en hablar con la Comisión de Folklore para que le diera un lugar a Mercedes en el escenario. El problema es que todos querían un lugar en ese escenario que empezaba a tener una resonancia a nivel nacional. “A German Cazenave, se le ocurrió la idea de que Cafrune presentara a la Negra como una rebeldía suya y tirara la bronca contra la comisión sobre el escenario, así ningún artista se quejaba”, cuenta Marcelo Simón que estuvo en esa reunión.
La presencia imponente y carismática de Cafrune, metro y ochenta de altura, voz grave, sombrero de ala ancha, una barba como la de los revolucionarios cubanos, era la única capaz de ese tipo de transgresiones y allanaría el camino a Mercedes Sosa. “Como no se podían presentar artistas que no estuvieran en la nómina, se urdió todo ese episodio para que Jorge Cafrune, hiciera irrumpir en el escenario a una cantora genial, desconocida por el público: la Sosa. La idea fue de German Cazenave con mi complicidad y pocos más”, dice Marcelo Simón.
La presentación de Jorge Cafrune quedó para la historia: “El festival de Cosquín se caracteriza por dar año a año una o varias figuras nuevas todos los años. Me voy a recibir un tirón de orejas pero qué le voy a hacer: siempre he sido así, galopiador contra el viento. Les voy a ofrecer el canto de una mujer purísima que no ha tenido oportunidad de darlo. Como les digo, aunque se arme bronca, les voy a dejar a ustedes a una tucumana: Mercedes Sosa”.
Mercedes murió convencida de que la comisión no la quería dejar subir a cantar porque estaba afiliada al partido comunista. Tampoco supo el plan para ayudarla de Cazenave y otros miembros. “Nunca le pudimos contar la verdad a Mercedes, nunca se dio. Ella creyó que había sido sólo una rebeldía de Cafrune, pero ya estaba arreglado con la comisión para que subiera. Sí se lo llegué a contar a su hijo Fabián tiempo después, cuando la Mecha ya no estaba”, dice Irina Cazenave, hija de German Cazenave, otro de los fundadores del festival, que se criaría junto a su hermano tras bambalinas y llegaría a tomar decisiones en la Comisión de Folklore en 2005.
La relación entre Mercedes Sosa y Jorge Cafrune venía de antes. Cacho Sosa, hermano de la cantante, recuerda que se vieron en Montevideo, durante 1964, año que Mercedes y su pareja Oscar Matus se quedaron viviendo en una casa en Canelones para actuar en la ciudad y los pueblos del interior de Uruguay. “Ahí lo recibieron muy bien a Cafrune y quedó una amistad”, dice el menor y sobreviviente de los hermanos Chichi y la Negra, de 80 años.
El Turco y La Negra se volvieron a encontrar en Cosquín. Mercedes le pidió que la ayudara.
“Comprame diez discos -le dije a Cafrune- tengo que pagarle a la gente que me recibió en su casa”, recordaba Mercedes en el documental de Cantora, su álbum póstumo de 2009. El Turco redobló la apuesta y le dijo que la iba a invitar a subirse en medio de su actuación.
Ramón Navarro, poeta y músico riojano que integra el directorio de SADAIC, la asociación de autores y compositores, estaba esa noche. Había escuchado a Mercedes en la peña de Pocha Barros unos años antes. Ella fue la que le dijo que se quedara a escuchar a una muchacha que había llegado de Tucumán. Que le iba a gustar. «Me dieron un vino más y me quedé. Cuando la escuché dije: ¿de dónde salió esta voz?»
“Comprame diez discos -le dijO MERCEDES a Cafrune- tengo que pagarle a la gente que me recibió en su casa”
El día, ese día, que toda la música argentina cambió, Navarro estaba al costado del escenario donde se reunían los músicos antes de subir. De golpe, escuchó esa voz, la voz, que se había macerado durante todos esos años, la que cantaba boleros y zambas en Tucumán, la admiradora de Margarita Palacios, la que conoció la poesía de Armando Tejada Gomez, la que se enamoró de las canciones de Oscar Matus, la voz de la tierra: la pachamama.
“Subió con la caja sola y empezó con ese tema impresionante, con esa voz impresionante: “Dale tu mano al indio, dale tu mano”. A Ramón Navarro, le tiembla la voz. “Fue una ovación, y no dejaban que se vaya, y el público seguía aplaudiendo. Fue increíble, increíble, ¿quién podía parar esa voz?”. Sigue estremecido. “Esa noche fue una noche impresionante, una de las cosas más emocionantes en mi vida que he pasado con el canto y el folklore”, dice el hombre que grabó con Ariel Ramírez y Felix Luna, dice el hombre que estuvo con Los Cantores de Quilla Huasi, una de las agrupaciones más populares de ese tiempo, el hombre que compuso muchas canciones que se cantarían en el escenario, en las peñas y el río de Cosquín como “Chayita del vidalero” y “Chayita de los pobres”, el hombre que tiene 86 años y, hoy, después de toda una vida, no se puede olvidar de aquella noche.
Mercedes canta “Canción del derrumbe indio” y esa forma de cantar es definitiva, crea un mundo hasta ese momento desconocido, como si se abriera la tierra. Elige un tema grabado anteriormente por Las Voces del Huayra, grupo al que había pertenecido Cafrune, que no tuvo repercusión. En su voz, la canción del tucumano Iramaín, definirá su bautismo frente al mundo y la firma de su contrato para el sello Philips. Ella dirá después con los años, en un documental de la televisión brasileña: “A partir de ‘Canción del derrumbe indio’, comencé a pensar que mi voz podía significar algo, que podía decir algunas verdades con mi canto”.
No hay registro fotográfico ni fílmico del momento. Sólo hay una grabación, donde se escucha primero un silencio. Mercedes canta unos versos sobre el dolor de los incas frente a la conquista española. El bombo retumba con ritmo de carnavalito. Cuando llega a la parte que dice: “Llora mi raza vencida por otra civilización”, se produce la primera explosión del público. La voz va tomando altura y fuerza en los versos siguientes como quien sube al pico del Machu Picchu y desde ahí grita y repite: “Charanguito, qué gran dolor, que gran dolor”. Son apenas dos minutos y diez segundos electrizantes lo que dura la canción. Unos minutos que quedaron para la historia.

“Estábamos pendientes de este parto, creyendo afectivamente que iba a ser un suceso y lo fue. Enorme la magnitud de lo que era Mercedes, una gran desconocida hasta que empezó a cantar. Fue un fenómeno el que ocurrió. Yo he estado muchas veces en Cosquín, escribí libretos desde el tercer año, con algunas broncas y divorcios, y nunca vi un caso con una aceptación tan rotunda, inmediata y masiva como lo de Mercedes Sosa”, dice Marcelo Simón, que le escribía los libretos a Julio Marbiz y Ricardo Smider, los dos locutores del festival, que todas las noches repetían el lema: “Aquí, Cosquín, capital del folklore”.
En Tucumán esperaban las noticias de Mercedes al lado del teléfono. No había manera de seguir la transmisión en la provincia. Doña Emma, su madre, esperaba el llamado de La Marta, así le decían en la familia. Después les transmitía las novedades a sus hermanos menores Cacho y Chichi, con los que estuvo siempre muy unidos. “Estábamos al tanto de lo que podría ocurrir. Todo gracias a la bondad de Cafrune”, dice Cacho, 80 años, el único sobreviviente de los tres hermanos.
—¿Qué les contó Mercedes de esa actuación?
—La acogida que ha tenido fue muy grande. No le hablo como hermano sino como alguien que le gusta el folklore. A partir de ahí empezó la carrera, a veces con altibajos como todo artista y donde hizo eclosión con el manifiesto del nuevo cancionero. Todo eso lo vivimos de una forma extraordinaria. Para ella fue lo más importante que hizo y para el resto de la familia también. Al año siguiente recuerdo que fue contratada y fuimos todos los hermanos. Era la primera vez que íbamos a Cosquín.
—¿Cuándo triunfa en Cosquín ya tenía el reconocimiento de su provincia?
—Reconocida ha sido después. Inclusive en Mendoza fue el lanzamiento de ella. En Tucumán ha hecho una vida normal de chica joven. Iba a los bailes. No era considerada una artista. El lanzamiento como artista ha sido en Mendoza por la repercusión del Nuevo Cancionero, donde estaba Tejada Gomez, Tito Francia, y fue su gran lanzamiento como la voz de ese movimiento. Ahí ha sido. En Tucumán sí la conocían, pero no lo que pasó en Mendoza, ni en Cosquín.
La noche en la que Mercedes debutó en el escenario del festival Juan González, quien se convertiría en jefe de prensa del festival en los años ochenta, estaba recorriendo las peñas y no la pudo ver. Avanzadas las horas tuvo su revancha. Jorge Cafrune y Mercedes Sosa fueron a la Confitería Europea a celebrar. “Estaba dando vueltas. Era muy jovencito, tendría 17 o 18 años. A eso de las cinco de la mañana me fui para la Europea donde siempre había peña. Allí se juntaron Cafrune, La Negra, Oscar Valles de Los Cantores de Quilla Huasi, y se pusieron a cantar. No éramos muchos. Había diez o quince personas, algunos ya estaban tomando un café con leche con medialunas. La Negra nos instó a que cantáramos todos juntos. Había un espíritu muy festivo porque Mercedes había subido al escenario. Estuvimos cantando hasta que se hizo de día”.
“El folklore estaba quieto. No caído, pero no pasaba nada. No había novedades. No llamaba la atención. Es como que estaba siempre igual” (cuti carabajal)
Esa mañana, Mercedes Sosa, la voz más importante que daría la Argentina en el siglo XX, amaneció cantando. Su consagración en el festival, su aparición al mundo, cambiaría la música de las décadas siguientes. Ese mito se impregnaría en la historia de Cosquín.
A la Luna de Cosquín le brillan los ojos: esta vez se llama Soledad
En la última semana de enero de 1996, Mercedes Sosa volvió al festival después de tres años de ausencia. Cosquín necesitaba recuperar la mística de los inicios, con una de sus figuras más emblemáticas. Durante la década del noventa el escenario de la Plaza Próspero Molina había entrado en una meseta artística. No era el semillero federal de la música popular de años anteriores, ni el pasaporte a la popularidad de los sesenta. El formato rígido que había impuesto la televisación del festival en los ochenta con otras lógicas comerciales terminó momificando el espíritu espontáneo de las primeras ediciones.
“El folklore estaba quieto. No caído, pero no pasaba nada. No había novedades. No llamaba la atención. Es como que estaba siempre igual. La gente se quejaba que siempre estaban los mismos en el festival. Hasta que apareció una camada joven y se empezó a mover el avispero”, dice el músico santiagueño, Cuti Carabajal, que junto al dúo con su hermano Roberto, formaban parte de un espíritu renovador de fines de los ochenta. Cuti y Roberto, editaron en 1993 un disco llamado Familiarmente, ganador del premio ACE a la música, donde incorporaban el saxo -un instrumento no convencional para el género- que proponía otra sonoridad para las chacareras.
«Muchachos hay que recuperar al festival. Hay que traer a la gente joven. Hay que volver a las peñas»
Con temas como “Entre a mi pago sin golpear”, “Perfume de carnaval” y “La pucha con el hombre” de autores como Carlos y Peteco Carabajal y Pablo Trullenque, como parte de su repertorio, eran figuras en ascenso dentro del movimiento. En enero de 1995 abrieron su primera peña en Cosquín con el productor Norberto Baccón. La sugerencia había llegado de Julio Marbiz, que los convocó a Radio Nacional para una reunión con César Isella y Victor Hugo Godoy de Los 4 de Córdoba. Fue enfático, como siempre. “Muchachos hay que recuperar al festival. Hay que traer a la gente joven. Hay que volver a las peñas. Pongan cada uno de ustedes una peña. Yo desde la radio les voy a dar publicidad”, les prometió el conductor, que dirigía la radio pública.

“Así fue que en enero del ’95 Isella puso la carpa de la peña oficial, Víctor Hugo puso la suya en la esquina de La Herradura y nosotros pusimos la peña mas chiquita del lado de la plaza, pegado al puesto de Telecom. Ese año ’95 inventé una cosa en el río, llamada la tarde de los jóvenes: cantaban Los Nocheros, Los Alonsitos, Los Sacha, Viviana Careaga y fue una explosión. Ese año, también, Los Tekis consiguen la Consagración, porque tocaban en la peña de Cesar Isella y él los hace subir fuera de programación. Ya venía cantando una chica llamada Soledad en esas peñas”, dice el productor Norberto Baccón.
Para la edición de 1996 Julio Marbiz, se había transformado nuevamente en el hombre poderoso del festival y del país: manejaba la televisión pública, Radio Nacional y era presidente del INCAA. Todos los fundadores originales del festival se habían retirado de a poco. El periodista Fernando D’Addario escribía en Pagina/12: “Puede asegurarse que coexisten dos festivales Cosquín, el de la Plaza Próspero Molina y el de la calle, que podría traducirse como el festival de Julio Marbiz por un lado, y el festival de la gente, por el otro”.
Un pequeño terremoto de 1.55 de estatura, con bombacha de gaucho, chaleco, una bandera argentina pegada en el pantalón y que revoleaba un poncho
Las peñas del músico cordobés Ica Novo (autor de una de las chacarera más cantadas por esos años “Del norte cordobés») y el Dúo Coplanacu, formado por los santiagueños Julio Paz en bombo y Roberto Cantos en guitarra, convocan una corriente de aficionados y músicos independientes, que no tienen lugar en el escenario mayor. “El festival prácticamente no existía para nosotros. Era más un fenómeno de la televisión que de la gente que iba a Cosquín”, dice Roberto Cantos. “La peña nuestra era una experiencia iniciática, todo improvisado, informal y divertido. Había una energía tremenda. Se empezaron a acercar sobre todos los bailarines y se fue armando. Hacíamos la peña con la gente que había y con los músicos que había. Nos acompañábamos unos a otros”.
La peña en ese momento era el encuentro de los jóvenes universitarios con ganas de bailar y escuchar otras voces. La plaza en ese momento, era lo que venía siendo, familias con personas mayores de edad, que se sentaban en las butacas de cemento, desde las 22 hasta las cuatro o cinco de la mañana, según el listado de artistas de cada noche, que pasaban sin respiro, uno tras otro, hasta que quedaban cincuenta o cien personas entre el público.

Los que iban a Cosquín ese año, querían reafirmar una identidad nac&pop, alimentada a locro, vino tinto, empanadas y baile de chacareras. Si en los sesenta el festival de Cosquín aparecía como un magma de resistencia de las fuerzas telúricas frente a la invasión de la música beat, en los noventa la ciudad era una reserva de las tradiciones populares frente a las relaciones carnales con Estados Unidos, la ola de privatizaciones y la política económica del presidente Carlos Saúl Menem. En la música popular una ola joven iba a producir un movimiento sísmico dentro del folklore. No se trataría del boom de los sesenta, pero sí del regreso a la plaza de un público que hasta ese momento le había dado la espalda a las zambas y chacareras.
Un rumor se empezaba a esparcir por las calles del festival. Un pequeño terremoto de 1.55 de estatura, menuda, vestida con bombacha de gaucho, chaleco, una bandera argentina pegada en el pantalón y que revoleaba el poncho, llamada Soledad Pastorutti era la sensación de la peña Oficial que dirigía el folclorista César Isella. “De algún modo significó una revolución, aunque fuera una revolución conservadora, porque no subvertía ninguna regla musical sino que acentuaba viejas tradiciones arropada en nuevas gestualidades”, dice el periodista Fernando D’Addario que fue uno de los primeros en escucharla en la peña del ’96.
El año anterior, la presencia de Soledad ya había despertado interés.
La noche del domingo 29 de enero de 1995, a la medianoche, Soledad esperaba con sus músicos para subir al escenario principal invitada por César Isella. La cantante había convocado la atención de un amplio espectro folklórico por esa manera de moverse en el escenario, que muchas veces le había valido la descalificación en certámenes de folklore para chicos. En un género musical donde las figuras del festival promediaban 70 años, la irrupción de una cantora de 15 años con tanta energía se hizo notar. “Era la mascota de los folcloristas más grandes. A la peña iban un montón de figuras del folklore como Mercedes, Los Chalchaleros, Luis Landriscina. Todos iban a comer, miraban y después hablaban de mí por ahí”, dice Soledad, 40 años, dos hijas -Antonia y Regina-, un marido Jeremías, más de siete millones de discos vendidos, un Grammy Latino, dos discos de diamante, once premios Carlos Gardel y la culpable de que en la década del noventa se generará un acercamiento del público joven al folklore.
Esa tarde del 29 de enero, último día bucólico de festival, su padre Omar Pastorutti, se fue hasta la cabina telefónica frente a la Plaza Próspero Molina. De día, con la vista del cerro Pan de Azúcar, asomando detrás del escenario del festival de varios metros de altura, llamó a todos los medios de su pueblo Arequito y a toda la familia. Soledad saldría en horario de televisión. Se cumplía el sueño. Minutos antes de la medianoche, su hermana Natalia estaba sentada entre el público de la Plaza Próspero Molina esperando que Soledad subiera a cantar. “Pasaba el tiempo y no aparecía”. Y nunca apareció.
Desde los 9 años, Omar llevó a Soledad a los festivales y las peñas de los pueblos cercanos para que le den una oportunidad
“Yo fui quien le dijo que no en el ’95”, dice Eduardo Mastel, secretario de programación en esos años. El hombre, entre cordial y apegado a las normas, suena firme con su decisión. “Estaba cumpliendo una ley provincial que no permitía que menores de 16 años subieran a un escenario después de la medianoche”.
A las 00.30 la decepción era tan grande para toda la familia, que Soledad le pidió a su padre Omar Pastorutti que no la llevara nunca más a Cosquín. Se quedó varios minutos sentada con su hermana Natalia en el cordón de la vereda, que estaba detrás del escenario, con la cabeza gacha. Los dos puños apretados apoyaban sobre las sienes. “Sentíamos vergüenza porque habíamos avisado a todo el mundo que íbamos a subir. Mis padres nos llevaron unos días a Villa Carlos Paz, aunque económicamente no podíamos darnos ese lujo”, dice Soledad, que por esa época, tenía una banda con estudiantes de música de su maestro de guitarra, Juan Carlos Carreras, el primero que le dijo a Omar Pastorutti que Soledad tenia condiciones para cantar.
Omar Pastorutti fue en esos primeros años, padre, manager, chofer y mentor de Soledad. Era mecánico, recitador y siempre estuvo ligado al folklore. Cuando militaba en la juventud peronista de Arequito había llevado a Yupanqui y José Larralde a tocar al pueblo. Se casó con Griselda Haydeé Zaccino de Los Molinos un pueblo a 15 kilómetros de Arequito, que era profesora de danzas clásicas y españolas. Cuando se pusieron de novios Omar le regaló un poncho blanco, un poncho que después se haría famoso. Tuvieron dos hijas: Soledad, nació el 12 de octubre de 1980 y Natalia, el 15 de agosto de 1982. “Siempre hicimos todo juntas, desde chiquitas. Fuimos al mismo colegio y hacíamos las misma actividades: tenis y clases de guitarra”, dice Natalia.

Desde los 9 años, Omar llevó a Soledad a los festivales y las peñas de los pueblos cercanos para que le den una oportunidad. “Yo no estaba de acuerdo, pero Omar estaba convencido. Para mí era muy nena”, dice Griselda, madre de Soledad. La mayoría de las veces no la dejaban actuar porque era muy chica. Tampoco tenían plata para solventar los gastos. Omar entonces cargaba el auto con nafta y kerosene, que era más barato. En una fiesta departamental en el Club Arequito, donde había quinientas personas, Omar vio que su hija despertaba agitación en el público. Cantó dos temas y tuvo que repetir uno. “Te emocionaba, era muy chiquitita. Yo estaba en el asador haciendo los choripanes para pagar el profesor de guitarra y vinieron diez personas a ver si teníamos una grabación para vender. Entonces empecé a grabar mis propios cassettes. Eran cuatro o cinco canciones grabadas de una consola de sonido y le ponía una fotito de ella sobre un TDK. Después en Casilda, un pueblo cercano, un legislador de la provincia Oscar Lamberto la vio cantar y le dijo a un amigo que le había gustado. Él nos ayudó a grabar un primer disco en un estudio profesional en Rosario”. Esa grabación llamada Pilchas Gauchas terminó en manos de Julio Marbiz, el hombre que empezó como locutor en Cosquín en 1963 y condujo los destinos del festival hasta el 2001. El locutor era hincha de Independiente y lo recibió a través de su ídolo Bochini, pero nunca lo escuchó.
La familia Pastorutti viajó por primera vez a Cosquín en 1994 y pararon en un camping. “Éramos una familia de clase media baja. Siempre estábamos con la plata justa. No la sufríamos, pero la vida era así. Nunca nos íbamos de vacaciones”, dice Natalia Pastorutti. Omar había arreglado una actuación en la peña Tibidabo, al lado del Río Cosquín. Esa noche llovió, fue muy poca gente y no pudieron vender ningún cassette. Al otro día regresaron al pueblo. Al año siguiente volvieron y todo fue accidentado. Natalia tuvo una reacción alérgica y tuvo que quedarse en Arequito. Ese año Omar Pastorutti, recorrió dos veces los 400 kilómetros ida y vuelta que separan su pueblo de Cosquín. La tercera fue la vencida: 1996.
“Vos entrabas anónimo y salías famoso de Cosquín. En aquella época era así. Con Soledad también pasó esto” (Irina cazenave)
Tener éxito en Cosquín no es tan fácil. Todas las noches se presentan centenares de chicos y chicas que quieren triunfar. Hay dos formas. Pasar por el Pre-Cosquín, un certamen con subsedes en todas las provincias. El ganador de cada subsede compite en una gran final en un concurso que se realiza en la Plaza Prospero Molina una semana antes del comienzo del festival. Los ganadores en los rubros Solista Vocal Femenino, Solista Vocal Masculino, Dúo Vocal, Conjunto Vocal, Solista Instrumental, Conjunto Instrumental, y Tema Inédito, se aseguran tocar una noche en el festival. El jurado es exigente. Los que pasan son los mejores de ese año.Pero los mejores no serán los más aplaudidos por el público en el festival. No hay un caso realmente destacable que haya tenido un salto a la popularidad desde el Pre-Cosquín.
Después está la otra forma, la vieja escuela, hacerse conocido en las peñas para conseguir, a fuerza de popularidad, que todos hablen durante los días del festival. Eso y un padrino artístico de peso en el ambiente asegura un lugar en el escenario incluso fuera de programa. Pasó con Mercedes Sosa cuando la presentó Cafrune en el ’65 y pasó con Soledad cuando la presentó César Isella, en el ’96.
“En la película de Hernán Figueroa Reyes de los años sesenta se quería contar eso. Vos entrabas anónimo y salías famoso de Cosquín. En aquella época era así. Con Soledad también pasó esto. La nena entró, cantó y tenías atrás todos los sellos que querían firmarle el contrato”, dice Irina Cazenave, que conoció el efecto que produce Cosquín, en ambas épocas.
Eduardo Mastel, el encargado de la programación de ese año, no recuerda grandes momentos de efusividad del festival salvo la aparición de Maradona con la campaña Sol sin drogas, que causó mucho revuelo en el festival. En cambio, las crónicas de la época recuerdan el concierto apoteótico que brindó Mercedes Sosa. “En su voz confluyeron Leguizamón y Castilla, María Elena Walsh, Charly García, Milton Nascimento, Violeta Parra. Mercedes faltaba en la plaza desde 1993. Otra vez se producía la fiesta, con una de las pocas artistas que lograba hacer confluir las separaciones de público, que otros solo lograban agudizar”, escribía el periodista Santiago Giordano.
Ese año nadie había calculado los alcances de otro fenómeno de la música popular, que estallaría en Cosquín, protagonizado por otra mujer: Soledad Pastorutti.
El músico César Isella, ex cantante de Los Fronterizos, autor de clásicos como “Canción con todos” y “Canción de las simples cosas”, que grabaron desde Mercedes Sosa hasta Chavela Vargas, empezó una campaña entre sus conocidos para lograr que la cantante adolescente de Arequito, que todas las noches causaba un estallido en su peña, pudiera pisar finalmente el escenario mayor.
Marta Platía, la corresponsal del diario Clarín que estaba cubriendo Cosquín, estaba alojada en el hotel Puerta del Sol. Era el primer o segundo día del festival, no recuerda bien. A las siete de la tarde le pasaron una nota por debajo de la puerta de su habitación. “Venite esta noche a la carpa a ver lo que tengo”. La firma era de César Isella. “A la noche, fui a la carpa. Nos sentaron en una mesa con Gabriel Senanes cerca donde estaban Ariel Ramírez, Eduardo Falú y el gobernador Ramón Mestre. Me acuerdo que César Isella agarró el micrófono y dijo: ‘Ahora les voy a presentar a alguien que va a hacer historia en el festival’”, dice Platía.

Entre las filas de mesas habían dejado un pasillo largo. Por ese pasillo largo, en un espacio para unas 500 personas, apareció un pequeño remolino de euforia, revoleando el poncho, toda energía, toda explosión telúrica. Era Soledad. “Era una cosa que no lo podíamos creer. Nos miramos diciendo ¿qué es esto? Era una niñita que pasó cantando tipo huracán. La carpa se llenó todas las noches. Era algo fuera de serie. Había un clamor para que subiera al escenario, pero no la dejaban subir porque tenía solo 16 años. Era muy poca edad. En ese momento intervinieron Ariel Ramirez y directamente Mestre para que subiera la Sole”, dice la periodista.
La comisión del folklore estaba en contra: Eduardo Mastel seguía en la programación. Reynaldo Wisner, uno de los fundadores del festival, hizo un llamado para sugerir el nombre de Soledad.
Isella, también llamó al intendente radical Walter Costanzo, que era el presidente honorario de la comisión municipal de folklore -su mandato duró entre 1995 y 1999 y al final de su gestión fue acusado de peculado-. “Ese día se había largado una lluvia bien fuerte pero decidimos ir a la peña oficial con la comitiva en la que estaba el jefe de gabinete Alberto Kohan, Ariel Ramírez y el gerente de la comisión Alejandro Longo, y otras diez personas que no recuerdo. Llegamos a la peña y César, al que conocía de otros años, se acercó para saludarnos y dijo: “Me hubiera gustado que hubieran escuchado una chica de Arequito”. En ese momento le dije que la hiciera subir de vuelta.Ya sabía lo que les había pasado el año anterior y no había estado de acuerdo con no dejarlas cantar en el festival. Cuando subieron las chicas generaron esa gran respuesta de la gente de nuevo. Recuerdo que Sole y Natalia vinieron a la mesa y les dije: sé que voy a tener problemas con la comisión, pero les voy a guardar un lugar para el viernes siguiente. Lo único que pido es que sea un tema nada más, aunque se caiga la plaza. Cúmplanme». Las chicas no cumplieron, no pudieron cumplirle.
El viernes 26 de enero es una noche cálida con cielo despejado. Soledad salió caminando caminando junto a su hermana y los músicos: el primer guitarrista “Laucha» Calcaterra, que trabajaba de empleado en una empresa que hacía implementos agrícolas, el guitarrista “Beto» Arauco, que era policía de Arequito y llevaba su revólver reglamentario, y el bombisto Héctor López, un vecino aficionado a la música del pueblo. Eran unas seis cuadras, entre el garage que habían alquilado para dormir en dos cuchetas hasta la Plaza Próspero Molina. Iban vestidas con una de las mudas de la ropa tradicional que usaban en los recitales: una bombacha de gaucho, un chaleco, la faja y una remera negra, además de los ponchos. La otra muda de ropa, solo tenían dos, se estaba secando en el Kohinoor, que había llevado la madre de Soledad, entre otras tantas cosas, que cargaban en una camioneta que le prestaron unos amigos. Ninguna recuerda que cenó esa noche. Solían comprar fiambre en un almacén para hacer unos sandwichs. Omar, de vez en cuando, hacía un asado. A Soledad se le había cerrado un poco la garganta, los días anteriores. Era un síntoma común, desde que empezó a cantar, cuando se estresaba frente a un compromiso serio. Llegaron y las hicieron esperar entre bambalinas. No tenían camarines para ellas. La acompañaron sus padres, porque era menor, y César Isella. La estructura del escenario, parecía todavía más grande desde adentro. Solo veían gente corriendo y Marbiz gritando, a unos y otros. Natalia y Soledad parecían todavía más chicas de la edad que tenían.
“Tenés un tema y no hagas revolear el poncho”. Soledad volvió a prometer que sí, pero tampoco cumpliría
En el palco oficial el intendente Walter Costanzo, hijo del peluquero del pueblo, que había acomodado las sillas de la plaza cuando era adolescente, estaba esperando la salida de Soledad cuando recibió un llamado de Alejandro Longo. “Venite que Julio no quiere que suban”. Costanzo caminó los cincuenta metros entre el palco y el escenario juntando coraje y autoridad. A pesar de que él era intendente elegido por el pueblo, nadie se enfrentaba con Julio Marbiz en Cosquín.
Cuando se encontraron la discusión fue áspera y corta.
—Yo no las voy a presentar.
—Julio ¿usted piensa que estoy bien vestido para la ocasión?
—¿Por qué?
—Porque si usted no las presenta salgo y las presento yo. Acá se producen por decisión suya muchas cosas y la mayoría de las veces tratamos de solucionarlas. Esto lo defino yo y me hago responsable.
Cuando volvió al palco, Alberto Kohan, jefe de gabinete del presidente, le preguntó si estaba todo bien.
—¿Querés que hablé con Marbiz?, mirá que trabaja para nosotros.
—No hace falta porque estamos en el pueblo. Estas cosas se arreglan acá. Quedate tranquilo.
Un ex integrante de la comisión dice que el intendente estaba presionado por una deuda que tenia Cosquín con SADAIC. “Si no subía Isella nos embargaba la boletería”.
—Te aseguro que eso no pasó—dice Costanzo. Sí es verdad que había un tema pendiente pero César nos ayudó a resolverlo. La actuación fue más un capricho mío.
—¿Se esperaba lo que se generó en la plaza con Soledad esa noche?
—Yo sentí que iba a pasar algo, pero no me imaginé que iba a despertar al gigante.
Mabel Ongaro, asistente y mujer de Julio Marbiz, llevó a Soledad a una especie de oficina improvisada detrás del escenario, donde el conductor del festival tenía una silla y un monitor. La miró de arriba a abajo y le dijo: “Tenés un tema y no hagas revolear el poncho”. Soledad volvió a prometer que sí, pero tampoco cumpliría.
«Fui la argentinidad al palo en ese momento y me adoptaron de todos lados» (soledad)
Horacio Banegas, músico santiagueño, figura de la renovación de los ochenta, estaba terminando su actuación. Había levantado la temperatura de la plaza con sus chacareras. Cuando terminó se fue a comer. Esa misma noche partió rumbo a otra ciudad. Nunca vio a Soledad. Horas antes una cantora de 17 años llamada Anabella Zoch y apadrinada por el dúo de chamamé Rosendo y Ofelia había conquistado el aplauso del público y el beneplácito de Julio Marbiz, que le dio el premio Revelación. “Fui por primera vez en mi vida a Cosquín para estar con Rosendo y Ofelia. Ellos me presentaron a todo el mundo y Julio Marbiz les dijo que me podía dar un lugar para cantar. Yo estuve en el escenario unas horas antes que Soledad. Hice un repertorio clásico de cuatro temas y me dieron el premio por el aplauso del público. Tengo una placa. Todo era nuevo para mí. Me fui atrás a vivir mi éxito. No soy una artista masiva como Soledad. Ni hago el estilo de música que ella hace. Posiblemente no hubiera sido masiva de esa forma. Lástima que su entorno tampoco ayudó y después me cerraron todas las posibilidades. Ellos decían que la revelación había sido Soledad, pero el premio me lo dieron a mí”, dice la artista de San Nicolás.

Soledad todavía era ajena a todo lo que podía generar su debut en el escenario Atahualpa Yupanqui. El huracán de Arequito, como la bautizarían después los medios, arrasaría con todo. Detrás del telón, recibió las últimas indicaciones de su padre. Su madre, al lado, estaba muy nerviosa. César Isella la agarró de los hombros y le dijo: “Poné ovarios”. “Parecía una arenga futbolera, que no era propia de él”, dice Soledad.
A partir de ahí se le nubla todo.
Es cerca de la medianoche, Julio Marbiz sale al escenario y anuncia: “Se llama simplemente Soledad, que sea con toda la suerte”. El punteo de las guitarras pisa las palabras finales del conductor del festival porque no tenían mucho tiempo. Era un tema, con suerte dos. Era una sola oportunidad, quizás la última. “Me dolía la panza y la garganta, pero salí a matar”. Pasa la zamba “Salteñita de los valles”, un tema de fogón. Su hermana Natalia, está parada al lado de los músicos sin moverse y escucha la primera ovación. Norberto Baccón, que será su manager en abril de ese año, está mirando la transmisión televisiva desde la peña de Cuti y Roberto Carabajal, que estaba al costado del escenario. “Cuando vi la primera reacción del público dejé todo y salí corriendo hacia la Plaza Próspero Molina. La gente bramaba, no la dejaba ir, y Julio le tuvo que dar dos veces un bis. Fue todo el comentario de Cosquín a partir de esa madrugada.
—¿Qué impresión le causó?
—Me dio la sensación de que tenía una carisma especial y que su desparpajo tenía que ver con su edad pero también con algo que tenía adentro. Con su corta edad, manejó un público difícil. La plaza estaba llena pero no la había ido a ver a ella. Entonces me di cuenta de que estábamos frente a una cosa que no era una artista del montón, había algo más y ese fuego interior no se apagó nunca. Es como un artista que hubiera estudiado teatro. Ella no se preparó pero subió al escenario de Cosquín y se lo apropió. Provocó una revolución con un repertorio efectista pero si no tenés ese fuego adentro te aplauden un poquito y se terminó. Muchos apelan a ese repertorio pero ella impuso la canción “A Don Ata”, que la habían grabado Los Nocheros, en su disco y no había pasado nada. La versión de “A Don Ata” es insuperable porque la gente la tiene incorporada por Soledad. Ella le impuso su carácter, su impronta, su estilo.
Entre el público se revolea lo que se tiene a mano: es una inyección de adrenalina para el festival, para todo un movimiento joven que aparecerá después, desde Abel Pintos a Los Nocheros.
Esa canción fue escrita por Mario Alvarez Quiroga. Ese mismo año el autor salió Consagración de Cosquín, pero nadie se acuerda. Esa chacarera, el segundo tema que cantó junto a su hermana frente a la Plaza Próspero Molina, desencadenó el fenómeno de esa noche. “Esa canción es sobre todo el punteo del comienzo”, dice Soledad. La versión la empezaron a ensayar juntas a dúo con Natalia porque la letra era tan larga que no le daba tiempo para cambiar de aire, entre frase y frase. Durante las noches en la peña oficial la versión fue cobrando esa forma más vertiginosa que encendió a las diez mil personas en la Plaza Próspero Molina. “No se trataba de cantar sino de ir para adelante, a lo gringo”, dice la artista, 25 años después.
Soledad y Natalia cantan y saltan a la vez. La explosión del punteo de las guitarras suena en primer plano, el bombo marca el pulso del ritmo a toda velocidad. El tema recorre todos los parajes por donde pasó Atahualpa Yupanqui, también nombra temas de su autoría como “La pobrecita”. “La mayoría no se sabe la letra completa o la cantal mal”, dice Soledad. Entre el público se revolea lo que se tiene a mano: es una inyección de adrenalina para el festival, para todo un movimiento joven que aparecerá después, desde Abel Pintos a Los Nocheros. La gente está desbordada. Julio Marbiz no puede seguir con la programación habitual y tiene que pedir otra, sin entender lo que está pasando. Soledad arranca con otro clásico “Entre a mi pago sin golpear”, y después el maestro de ceremonias del festival, tiene que volver calmar a la multitud, para pedir un bis más. “Yo les digo que, para mí, es una verdadera sorpresa. Es de lo que he visto en estos últimos tiempos una verdadera revelación”. A dúo nuevamente con su hermana cantan “Las Moras”, que será la despedida sobre el escenario Atahualpa Yupanqui y el comienzo del fenómeno: firmará contrato con Sony, grabará Poncho al viento, un disco que venderá más de 800.000 unidades, y pondrá el vocablo folklore en la boca de todo un país.
—¿Qué representabas?
—Lo que nos pasó como familia, estar detrás de algo, tantos años, el sacrificio y esa necesidad que se vislumbraba en la impronta al momento de tocar. Eso creo que fue lo que identificó a un montón de gente conmigo. No fui lo mismo que otros artistas que subieron años anteriores, ni lo que pasó con Mercedes que tenía que ver con otra cosa. Era un momento social cultural argentino especial. Los noventa. El país que sufría todas las privatizaciones. Había una cosa dividida de lo que ocurría en el interior y lo que pasaba en Buenos Aires, que se usaba la bandera norteamericana como una bandana y eso estaba de moda. Teníamos latente lo de Malvinas y muchas heridas abiertas. Se mezclaron muchas sensaciones. Fui la argentinidad al palo en ese momento y me adoptaron de todos lados.
Cuando bajaron del escenario la madre de Soledad se quiso acercar a saludarlas. “De golpe estaba rodeada por un montón de gente desconocida que se la llevaba en andas. Yo sentí que me la estaban sacando”. Esa noche fueron a celebrar a la Peña Oficial con todo el público que las había apoyado. Natalia Pastorutti solo tiene confusión, imágenes que se le mezclan. “No éramos conscientes de nada de lo que estaba pasando”. Recuerda que al otro día amaneció con la sensación de que todo había sido un sueño, pero era real.
Se quedaron hasta el último domingo del festival, porque SADAIC le entregó un premio especial a Soledad y cantó un tema más para el público. El lunes 29 de enero emprendieron el regreso, casi no tenían plata. A pesar del revuelo mediático que provocó en Córdoba y el fenómeno que empezaba a repercutir en los medios nacionales, Soledad no había cobrado ninguna actuación en Cosquín.
En Las Rosas, de donde eran los músicos, fueron recibidos por la gente del pueblo y un camión autobomba que hizo sonar las sirenas a su paso. Lo mismo sucedió en los pueblos siguientes de Las Parejas y Villa Eloísa, hasta que llegaron a la entrada de Arequito. Había un gran tumulto de gente sobre la ruta. En realidad, eran unas dos mil personas, casi todo el pueblo las esperaba.
—Parece que hubo un accidente—, dijo Griselda, madre de Soledad.
—No, es por nosotros—, dijo Omar

Mercedes Sosa y Soledad Pastorutti
Ambas tuvieron su bautismo de fuego, su plataforma a la popularidad en Cosquín, la meca del folklore, el festival más longevo del país, que las proyectaría al mundo. A la vez, el escenario, que desde su nacimiento generó polémicas, discusiones y pretendió enfrentarlas.
Dos mujeres, que se reencontraron con los años. Tomaron té. Comieron tallarines caseros. Charlaron: Mercedes le dio consejos con la ternura de una abuela. Soledad la escuchó con atención.
Dos artistas que compartieron una última grabación en el disco Cantora, el disco póstumo de Mercedes Sosa, que falleció el 4 de octubre de 2009, unos días antes del cumpleaños de Soledad.
Dos folcloristas que irrumpieron en el siglo veinte y se impusieron en un mundo de varones y, cada una en su estilo, a su manera, reescribieron la historia de la música popular argentina.