Este texto es ganador de la primera convocatoria de textos periodísticos de Periodismo.com y Énico
Ningún futbolista masculino de primer nivel mundial mostró públicamente su homosexualidad.
A diferencia de lo que ocurre en el deporte femenino, en el mundo de los “machos” parece demasiado difícil romper con los prejuicios. Pero de a poco el muro se está cayendo, y algunos latinoamericanos parecen decididos.
Un puñado de deportistas e integrantes del universo deportivo ha preferido la incomodidad de contar su verdadera orientación sexual al calvario de simular una vida ficticia: un futbolista brasileño, un boxeador puertorriqueño, un integrante de la Selección Argentina de Vóley, un patinador mexicano, un basquetbolista argentino y un cronista uruguayo, entre otros, cuentan cómo dieron el primer paso para que, algún día, la homosexualidad de un deportista ya no sea una noticia.
La pulseada entre el costo de decir la verdad u ocultarla. La lucha entre los miedos y la libertad.

Un “adelantado” en América Latina
Messi es homosexual, todos lo saben y a nadie del ambiente futbolístico en el que juega se le ocurre hablar de controversia.
Sus compañeros, sus rivales, el público, los dirigentes y los periodistas que cubren sus partidos naturalizaron su orientación sexual como un dato más, algo tan inherente como que los equipos de fútbol salen a la cancha con 11 jugadores. Y sin embargo, a la espera de que llegue el día en que resaltar a los deportistas que eligen de pareja a gente de su mismo género sea tan irrelevante como detallar si pidieron pasta o pollo de cena en el avión, Messi lidera una camada incipiente pero ya inexorable: la del grupo de atletas de América Latina que de a poco, como en goteo -primero en Brasil, más tarde en Puerto Rico, después en Argentina y a continuación en México y ahora también en Chile-, comenzaron a decir públicamente que no son heterosexuales.
—¿Por qué sos el ídolo de tu hinchada? —le pregunto a Messi desde mi teléfono, una mañana de fines de mayo de 2020, mientras el coronavirus detiene el funcionamiento del mundo, incluido el del fútbol. ¿Por tus condiciones o por el mensaje social que le dejás a los hinchas?
—Por futbolista y por ser humano —me dice Messi con economía de palabras, como si su respuesta tuviera que caber en un telegrama, aunque en los próximos minutos de la entrevista se irá soltando.
Messi está un par de metros adelantado al resto del mundo futbolístico, y no porque haya quedado en off side en alguna jugada, sino porque hasta entiende que los gritos homofóbicos que recibe de las hinchadas rivales también pueden ser un factor de competencia intrínseco al deporte. “Usan los prejuicios para tratar de desviar mi atención del juego, pero lo veo como una cosa normal. Cuando dije públicamente que soy homosexual, sabía que recibiría este tipo de prejuicios”, asegura Messi.
«Cuando dije públicamente que soy homosexual, sabía que recibiría este tipo de prejuicios»
A diferencia de su homónimo argentino, el genio incandescente del Barcelona y de la selección albiceleste -y casado con Antonella Roccuzzo, la madre de sus tres hijos-, éste Messi no convierte goles sino que los evita: ataja en el Palmeira de Goianinha, un equipo humilde de un municipio de 25 mil personas en el interior de Río Grande del Norte, al nordeste de Brasil. Al igual que la mayoría de los futbolistas brasileños que adoptan un apodo futbolístico -Pelé, Garrincha o Ronaldinho-, Messi también es un alias. “De mi nombre original, Jamerson, surgió el ‘Mecio’ con el que mi familia empezó a llamarme. Cuando entré a Palmera de Goianinha, los muchachos empezaron a decirme ‘Messi’, pero no tiene nada que ver con el Messi argentino”, aclara el Messi brasileño, que visibilizó su orientación desde el comienzo de su carrera, en 2010, cuando atajaba en Currais Novos, un equipo de la Segunda División del campeonato potiguar, el gentilicio del estado de Río Grande del Norte.

Pero los dos Messis, el que brilla en la Liga española y el que ataja en los estadios del nordeste brasileño -ya desde hace varios años asentado en clubes de la Primera División potiguar-, son únicos a su modo. Si el argentino es un genio del gol y de la magia aplicada al deporte desde hace 15 años -llevar la pelota pegada al pie izquierdo como si formara parte de su cuerpo-, el brasileño también marca una época: es uno de los muy pocos futbolistas profesionales en el mundo que dice ser homosexual. Son casos tan excepcionales, y en ligas tan menores y alejadas de los medios y las redes sociales, que Messi cree ser el único en América Latina: dice no conocer a ningún otro, aunque en su continente hay al menos uno más, también arquero, el argentino Nicolás Fernández, guardián de un equipo de una liga regional.

En esa invisibilidad, acaso una de las grandes paradojas del deporte masculino -lo creemos un espacio para liberar nuestros cuerpos y mentes y, sin embargo, actúa como una cárcel de homofobia y machismo-, a Messi se le sumaron en los últimos años otros atletas hombres homosexuales, algunos de primer nivel internacional, que desafiaron al tabú y a las partículas discriminatorias que continúan suspendidas en los estadios de América.
Semidesconocidos o directamente anónimos para el gran público latinoamericano, sus mensajes son más difícil de percibir -pero a la vez más hondos- que los goles de nuestros embajadores en pantalones cortos, entre ellos los del Messi argentino: es un legado que excede la felicidad propia, la del equipo para el que juegan y la del deporte en general.
Romper el tabú de un zurdazo
Como si le hubiese preguntado por su fecha de nacimiento, el boxeador puertorriqueño Orlando Cruz, retirado hace pocos meses, responde con una precisión quirúrgica cuando le consulto en qué año les anunció a sus fanáticos que era homosexual.
—El 4 de octubre de 2012 —se apresura a detallar Cruz al otro lado de su teléfono, desde su casa en Miami, y parece aplicar la teoría de las personas que nacen dos veces, primero en lo biológico y después en lo vital.
Como todos los atletas, de cualquier país y especialización, Cruz debió moverse en un ambiente ambiguo. Muchas veces los actores del deporte suelen acompañar los reclamos de la sociedad, e incluso anticiparse: entre 2019 y 2020, las hinchadas de diferentes clubes de fútbol de Chile y de Brasil dejaron de lado sus rivalidades futbolísticas y se unieron en las calles de sus países para manifestarse en contra los gobiernos de Sebastián Piñera y Jair Bolsonaro. En Estados Unidos, incluso antes del asesinato de George Floyd, el afroamericano que murió asfixiado por un agente de policía a fines de mayo de 2020, los atletas estadounidenses Colin Kapernick, de fútbol americano, y LeBron James, mayor figura actual de la NBA, ya se habían erigido en militantes activos que tildaban de racista a la administración de Donald Trump. En otros casos, en cambio, el deporte puede ser el fermento de los prejuicios y podredumbres más ancestrales, todavía de espaldas a los movimientos que en los últimos tiempos comenzaron a romper las fronteras invisibles más traumáticas de la sociedad: el fútbol prescindió de las mujeres durante un siglo y la homofobia está presente en la inmensa mayoría de los estadios de fútbol del continente, y no sólo de América. Gritos como “putos” y “maricones” son el Ave María y el Padre Nuestro de nuestras tribunas.

En medio de esa exaltación de lo masculino y lo viril, si hubiese que elegir a un único deporte que rezumara machismo y falocracia, el boxeo se llevaría varios votos, acaso la mayoría: es un ambiente de hombres rudos en el que cualquier atisbo de debilidad corre riesgo de ser vilipendiado como una mariconada. “Las mujeres están hechas para los hombres y los hombres están hechos para las mujeres”, dijo el filipino Manny Pacquiao, uno de las últimos grandes referentes de un deporte en el que la verdad -bruta- se resuelve con la violencia en los puños.
Revelarse como boxeador gay -sobre todo entre los boxeadores destacados, de primer plano internacional- no es para cualquiera: de hecho sigue siendo, todavía hoy, para un único iconoclasta, Orlando Cruz, a quien si existieran los premios Nobel del deporte deberían reconocerlo al menos con una mención a su lid en contra de la homofobia. “El 3 de octubre de 2012, un activista de la comunidad homosexual de Puerto Rico me ayudó a redactar lo que yo quería decir desde hace rato y al día siguiente publiqué un comunicado de prensa: ahí dije que era un boxeador orgullosamente gay”, recuerda el boricua, entonces de 31 años y en plena actividad como boxeador, lo que multiplica su coraje: decir ser homosexual aún en las entrañas de la homofobia, y no después del retiro, es la sublimación de la valentía.

El único caso relativamente comparable al de Cruz era difuso y lejano: en los años 60, el estadounidense Emile Griffith había alternado en sigilo la escena underground gay de Nueva York y el mundo machista del boxeo, pero recién se reconoció como bisexual varias décadas después de haber colgado los guantes, ya con el cambio de siglo. Su apellido se recuerda por la paliza mortal que en 1962 le dispensó a Benny Paret, un rival que nunca se recuperaría de los golpes recibidos y moriría diez días después de la pelea. Según se supo años más tarde, Griffith estaba encolerizado con Paret porque lo había llamado “maricón” durante el pesaje y salió al ring envuelto -o maniatado- por un arrebato salvaje. “Mato a un hombre y la mayoría lo entiende y me perdona. Sin embargo, amo a un hombre y esa misma gente lo considera un pecado imperdonable. Aunque nunca fui a la cárcel, he estado en prisión casi toda mi vida”, diría Griffith pocos años antes de morir, en 2013.
«Mato a un hombre y la mayoría me perdona. Amo a un hombre y para esa gente es un pecado imperdonable»
Quienes trataron a Cruz hasta octubre de 2012 lo recuerdan como una fiera desatada sobre el ring pero, a la vez, como una persona tímida e introvertida en el día a día. Quienes en cambio lo conocieron después de esa fecha coinciden en que fue un profesional muy destacado (peleó por última vez en septiembre de 2018 y a los pocos meses comenzó su carrera como entrenador) pero decididamente locuaz y carismático ante su público y el periodismo. Al otro lado del teléfono móvil, en los primeros días de junio de 2020, Cruz se ratifica como un gran dialogante: tiene ganas de contar su ejemplo, e incluso de agregarse victorias que no llegaron, como autodenominarse campeón mundial y olímpico cuando, en realidad, no ganó ninguno de esos títulos.
—Fue como destapar algo que estaba tapado: eso sale y uno se libera y se siente a gusto, contento con uno mismo —dice el puertorriqueño, que terminó su trayectoria profesional con 25 victorias, siete derrotas y dos empates. En ese momento yo estaba en pareja con quien se convertiría en mi esposo y no quería seguir una doble vida. En un momento me había gustado tener intimidad con las mujeres pero después de participar en los Juegos Olímpicos de 2000 comencé a sentir atracción por los hombres. Me mudé a Nueva Jersey y lo trabajé con ayuda emocional. Aquel día me saqué una presión de encima y mi futuro cambió para bien, el de mi vida y mi boxeo.

Después de una destacada trayectoria como amateur, que incluyó haber representado a Puerto Rico en los Juegos Olímpicos de Sydney -de ahí uno de sus apodos, “el Olímpico”, aunque es más conocido como “el Fenómeno”-, Cruz se lanzó al profesionalismo con singular éxito: permaneció invicto durante nueve años y ganó una buena cantidad de títulos internacionales y regionales. Su gran oportunidad le llegó en 2013, o sea al año siguiente de su destape, cuando peleó contra el mexicano Orlando Salido por el campeonato del mundo. Lo notable fue que el boricua no subió al ring de Las Vegas con los colores de Puerto Rico sino con la bandera arcoíris LGBT+ del orgullo lésbico, gay, bisexual, trans. Aunque los medios no perdieron la oportunidad de titular con la palabra “polémica” (Cruz debió salir al cruce de alguna controversia y aclarar que no se trataba de una afrenta a su país), “el Fenómeno” nunca dejó de ser considerado un ídolo en Puerto Rico. El puertorriqueño perdió aquella pelea y cedería otra chance por el título del mundo, en 2016, contra el estadounidense Terry Flanagan, pero cada una de sus victorias fue festejada por sus fanáticos como un triunfo nacional. Incluso frases como “nuestro puto le gana al más macho de los mexicanos” eran habituales en redes sociales.
—Rompí estereotipos, barreras y comentarios que trataban de afligirme, pero el apoyo que recibí en el ámbito boxístico fue del 100 x 100 —dice Cruz, que también fue bendecido por uno de los mayores iconos de su país, el cantante Ricky Martín, quien en 2010 hizo pública su homosexualidad. Los que tienden a criticarme se creen que soy una mujer pero en mi vida soy un varón, un macho. Que tenga otras preferencias sexuales es diferente. Siempre que subí al ring fui un caballero que le dio mucha gloria a Puerto Rico. Este servidor es el único hombre del boxeo que en el siglo 21 dijo ser abiertamente homosexual, y desde entonces me escriben muchos chavales que no se animan o no tienen el apoyo de sus padres. Quiero ser un ejemplo para los atletas, y no sólo los atletas, para que las personas dejen de estar amarradas y puedan decirle a la sociedad quiénes son.
De este lado del micrófono
Resulta paradójico, o tal vez una muestra de su funcionamiento, cómo los medios deportivos se preguntan por el silencio de los atletas y los entrenadores pero omiten al resto de los actores, por ejemplo a los propios: casi ningún periodista especializado en deportes de América Latina visibilizó su homosexualidad. Aunque es difícil censar este tipo de casos -¿cómo inventariar entre los pueblos andinos de Ecuador o las radios comunitarias de El Alto, en Bolivia?-, es muy posible que la única excepción hasta ahora haya ocurrido en Uruguay en mayo de 2015, cuando Martín Rodríguez dijo que era gay.

Cronista formado en el óxido de las coberturas futbolísticas pero que desde hacía rato complementaba su pasión por el relato de partidos con el día a día del periodismo general, Rodríguez, entonces de 31 años, contó su preferencia un viernes por la mañana. Cinco años después, todavía recuerda que en las horas siguientes se encontraría con dos mundos paralelos.
—En esa época, durante la semana trabajaba en un magazine televisivo, por fuera del periodismo deportivo, y recuerdo cómo mis compañeros y compañeras vinieron a saludarme, abrazarme y felicitarme ese mismo viernes —me dice Martín desde Montevideo-. Pero al día siguiente, el sábado, tuve que ir al estadio de un equipo chico, creo que el de Danubio, para “hacer cancha” por radio, lo que en otros países se llaman conexiones con la transmisión central -que seguramente relataba a Nacional o Peñarol, los grandes de Uruguay-. Me saludé con mis colegas en las cabinas y demás lugares del estadio y nadie me dijo nada, como si hubiera un pacto de silencio. No hubo falta de respeto ni agresión, pero sí silencio, y desde entonces se repetiría ese mecanismo: cuando voy a las canchas a relatar, y lo hago dos o tres veces por semana, ningún periodista deportivo me saca el tema ni me pregunta por mi vida privada. Tampoco recibo burlas, pero eso demuestra cómo el tema le cuesta al fútbol más que al resto.
«Aunque domines la máscara de heterosexual, esa represión te genera conflictos y tensiones emocionales»
Al igual que Cruz, Rodríguez, que habla con una voz fuerte y gruesa, parece señalar a aquel viernes como un antes y un después: “Fue uno de los días más lindos de mi vida, una locura de llamados e infinidad de mensajes de gente para felicitarme o contarme sus casos. Me decían ‘siento admiración’, ‘tengo tantos años y dos hijos pero nunca fui feliz’ o ‘a ver si ahora me animo’.
—¿Del fútbol también recibiste esos mensajes?
—No, del fútbol no.
Su carrera profesional también se disparó. Cinco años después de aquel fin de semana revolucionario, Rodríguez es el relator televisivo de la selección uruguaya y de los clubes grandes de su país, aunque su progreso no se limita a narrar los goles de Luis Suárez y Edinson Cavani para la “Celeste”: además conduce noticieros de información general y su voz tiene peso en temáticas políticas, sociales y, desde ya, de diversidad sexual.
—Desarrollé una seguridad personal que hasta entonces no había tenido, y es entendible: si te cubrís mucho tiempo, tu confianza personal quedará debilitada —explica. Porque aunque domines a la perfección la máscara de heterosexual, y era mi caso por mis gustos y por mi voz, esa represión genera conflictos y tensiones emocionales que no le hacen bien a la cabeza. Mi visibilización repercutió de manera positiva pero tengo claro que no es así en toda la sociedad. En este Uruguay del siglo XXI sigue pasando, aunque felizmente menos que antes, que muchos gays pierden el trabajo por la discriminación de sus empleadores. Y además están las formas sutiles de la violencia humana. No te echo pero genero un sistema de códigos humorísticos que te deterioran. Yo, por suerte, tengo que lidiar muy poco con eso.
Remate a los prejuicios
A mediados de 2018, a una periodista argentina de “La Capital” de Rosario, el diario más antiguo de Argentina todavía en circulación (fundado en 1867), le llegó un dato desconocido. “Un amigo de la comunidad LGBT me contó de un voleibolista, Facundo Imhoff, que había decidido visibilizarse”, reconstruye Laura Vilche, una cronista siempre a la caza de historias con sentido social. La información que le habían acercado era cierta: además de haber reunido a sus compañeros de Lomas -el equipo de la Liga Argentina en el que jugaba- para decirles que era homosexual, Imhoff también quería comenzar a comunicarlo públicamente. «El tema sigue siendo tabú en el deporte pero mi experiencia me dice que, al decirlo, uno se libera, se saca un peso. Es necesario ayudar a los jóvenes a que pierdan el miedo y puedan decir lo que les pasa”, le contó Imhoff a Vilche en una entrevista que no pasó inadvertida: ningún deportista hombre argentino había declarado su homosexualidad hasta entonces.

“Sentía que llevaba una doble vida y no quería más. El cuerpo es sabio: estaba en crisis, vivía lesionado y ese silencio afectaba mi rendimiento deportivo. Primero se los comuniqué a mis hermanos y amigos, después a mis padres y más tarde a mis compañeros de equipo. Y si ahora puedo ayudar a la aceptación propia y de los otros, acá estoy”, dijo Imhoff, entonces de 29 años y en medio de una evolución profesional que a los pocos meses lo llevaría a recibir una convocatoria de la selección argentina. También fue natural que, aun sin llegar a convertirse en un deportista famoso -el vóley, como en el resto de América Latina, no figura entre las disciplinas más convocantes de Argentina-, la voz de Imhoff ganara espacio en los medios. La claridad de sus reflexiones y la calidez de sus palabras -es de esas personas a las que uno trata diez minutos y ya quiere ser su amigo- se sumaban al valor de su mensaje. A los pocos meses lo llamé para entrevistarlo para el canal de televisión de Buenos Aires en el que trabajo y me citó en el gimnasio donde se entrena la selección argentina. Después de saludarlo con un apretón de manos y de agradecerle por su tiempo y su audacia, advertí que no sabía cómo arrancar la nota al aire. Me negaba a decirle “ejemplo de vida” y esas vaguedades.
«Es necesario ayudar a los jóvenes a que pierdan el miedo y puedan decir lo que les pasa»
—Es raro este diálogo —le blanqueé a Imhoff apenas el camarógrafo nos dijo que había empezado a grabar. Es como entrevistar a alguien porque dijo que le gusta el helado de chocolate y no el de frutilla. En un mundo ideal no deberíamos estar hablando de esto y, sin embargo, hay pocas banderas más útiles que pueda hacer flamear un deportista.
Facundo se rió y respondió con conceptos que repetiría a las pocas semanas en nuestra segunda entrevista, esta vez para un programa de radio, a mediados de 2019: “En la mentalidad machista del deporte, el hombre al que le gusta otro hombre deja de ser macho, se cuestiona su masculinidad, en cambio la lesbiana no deja de ser vista como mujer —dijo. Hacía falta que alguien diera el paso inicial para blanquearlo: para naturalizar algo primero hay que hablarlo. Mis miedos más grandes eran la reacción de mis padres y del mundo del vóley. Mi mamá es catequista y ayudante del cura de mi pueblo (Franck, de 7.000 personas, a 500 kilómetros de Buenos Aires), un ambiente conservador y católico, y mi papá se crió en el campo, así que era normal que les costara entenderlo. Reaccionaron diciéndome que yo tenía un problema pero les respondí que el problema lo había tenido antes, cuando no estaba liberado, y que ahora me sentía feliz. Había elegido vivir mi vida con libertad”.

A diferencia del deporte de Cruz -el boxeo es una disciplina individual-, el vóley es un juego colectivo. Imhoff no sólo debía crear un precedente ante sus compañeros de cancha y de vestuario sino que además se exponía -o ése era su miedo- a que los equipos dejaran de contratarlo. Sin embargo, como a Cruz sobre el ring y como a Rodríguez en los estudios de televisión, a Facundo eso no le pasó: “Temía que se me cerraran las puertas de los clubes, que dijeran ‘uh, un gay dentro del equipo’, pero sucedió al revés: mis compañeros me apoyaron y desde ahí soy más auténtico, mejor amigo y mejor jugador. Hasta dejé de lesionarme y creció mi rendimiento. Es mentira que se puede separar la vida personal de la laboral: compartís partidos, entrenamientos, vestuarios, viajes y hoteles, o sea la vida”.
Luego de haber pasado por un par de clubes europeos en Francia y Rumania, Imhoff volvió a jugar en su país en 2019: lo contrató Bolívar, el equipo que ganó más títulos en los últimos años, la mejor vidriera argentina. Entonces Imhoff comprendió que en su ambiente, pese a lo que sospechaba antes de su apertura, casi no encontró registros de homofobia y discriminación: “Muy de vez en cuando alguien hace un chiste fuera de lugar y le pongo un freno, le digo que está desubicado, pero son excepciones. También me ha sucedido que hinchas rivales me dijeran ‘puto’ en la cancha pero no pasó de ahí: o les sonreí, porque no me lo tomo como una agresión, o les moví la cola y al final vinieron a pedirme disculpas después del partido. A veces también los gays estamos un poco a la defensiva y hay que ser tolerantes, no con la falta de respeto pero sí con la ignorancia. Muchas veces es eso: ignorancia”.
Los colores de la victoria
Los audaces como Messi, Cruz, Rodríguez e Imhoff son aún más necesarios en los países en los que ser gay linda con la ilegalidad. Así como Honduras, Guatemala, Nicaragua y Panamá todavía prohíben el matrimonio igualitario -o sea, todo Centroamérica menos Costa Rica, un contexto intimidante para que los atletas se atrevan a decir quiénes son-, los homosexuales de México también la tienen difícil: en algunos estados de su territorio nacional todavía no pueden casarse ante la ley. En ese limbo, los fanáticos del deporte mexicano conocen desde 2019 a su primer atleta públicamente declarado homosexual: el patinador Jorge Luis Martínez ganó la medalla de bronce en los Juegos Panamericanos de Lima y festejó mostrándole al público la bandera LGBT.
— En mi vida privada nunca había negado nada pero, meses antes de los Panamericanos, sentí la necesidad de expresar públicamente mi orientación —me cuenta Martínez desde México. Tenía esa semillita desde que un fotógrafo amigo, en medio de una sesión de modelaje, me había dicho que yo podría ser un estandarte para ayudar a la comunidad LGBT. Entonces le comuniqué a la agencia que me representa que quería salir a la luz como una persona homosexual y enseguida les prendió la idea. Ellos me propusieron que, en vez de escribir un texto de 10 mil palabras, mostrara las banderas LGTB y de México si ganaba una medalla en los Juegos para los que me estaba preparando. Me encantó la propuesta pero primero debía asegurarme ese lugar en el podio. Los deportistas trabajamos durante años para este tipo de competencias y no quería que nada me distrajera: yo me ocupé del patinaje, de entrenar duro para ganarles a los mejores del continente, y en la agencia se encargaron del resto.

Como Cruz en Puerto Rico y en el boxeo, o como Imhoff en Argentina y en el vóley, la cruzada de Martínez excedía por lejos al patinaje, una disciplina poco masiva que no participa en los Juegos Olímpicos. El mexicano se zambulliría al vacío sin saber si encontraría agua o barro al final de su salto. Aunque México tiene 125 millones de habitantes -de los cuales 61 millones, el 49 por ciento, son hombres-, ningún compatriota deportista había divulgado su homosexualidad. Sí había en su país, y es un rasgo común entre las mujeres de todos los continentes, mayor libertad entre sus colegas femeninas: muchas atletas, también las mejores como la futbolista estadounidense Megan Rapinoe -en pareja con una estrella del basquet, Sue Bird-, no suelen ocultar a sus compañeras del mismo sexo. Ya en la década del 80, la tenista Martina Navratilova, número uno del mundo, se había erigido en un icono lésbico. El deporte es un caldo de cultivo machista desde tiempos inmemoriales, como si los hombres parecieran destinados -o condenados- a cerrar la boca y acatar el lema de los primeros Juegos, los de Atenas 1896, el de ir “más rápido, más alto y más fuerte”. Una frase establecida por el padre del olimpismo moderno, el barón Pierre de Coubertin, quien sostenía que la única labor de las mujeres en el deporte era “coronar a los campeones con guirnaldas” y siguió oponiéndose a la participación femenina en los Juegos hasta su muerte. Una falocracia que, por supuesto, atacó durante décadas a los héroes deportivos sino a toda la sociedad: recién en 1990 la Organización Mundial de la Salud dejó de mencionar a la homosexualidad como una enfermedad.
—Yo veía que a los gays nos encasillaban únicamente en lugares negativos, como en antros o en ambientes no masculinos —reconstruye Martínez— y eso me daba bronca: también hay empresarios, por ejemplo directores de automotrices, que son homosexuales. Quería cambiar esa mentalidad y dar ese mensaje: que se puede ser gay, orgulloso y exitoso o no tan exitoso, pero tener una vida normal. Y a excepción de las chicas, que son más libres que nosotros, el primer deportista en México fui yo.
El 9 de agosto de 2019, en la prueba de 300 metros contrareloj de los Juegos Panamericanos de Lima, Martínez consiguió su triple objetivo: ganó una medalla -la de bronce-, festejó con la bandera arcoíris y le mostró al continente que era un homosexual orgulloso.
—Fui a las gradas, donde estaban mi novio y la gente de mi agencia, y me dieron la bandera LGBT —recuerda el mexicano. Dejé que festejara el campeón, un colombiano, y les dije a los míos: ‘Ahora deséenme suerte’. Volví a la pista a celebrar y mostré los colores. Empecé muy nervioso, temblando, pero la persona que tenía el micrófono para animar al público entendió mi mensaje y empezó a felicitarme, y enseguida se sumó su compañero que hablaba en inglés por los altavoces. La gente empezó a aplaudirme y desde entonces fue todo maravilloso. Las repercusiones positivas siguieron cuando volví al vestuario y me encontré con los periodistas y con mis colegas: todos me felicitaban. Incluso en el autobús de regreso y en la Villa Panamericana se me acercaba gente que no conocía. Sólo me daban cariño.
«Fui a las gradas y me dieron la bandera LGBT. Volví a la pista a celebrar y mostré los colores»
Aunque por ahora fueron pocos casos -y las generalizaciones siempre están acompañadas por una letra chica-, entre los deportistas que hicieron pública su homosexualidad parece haber un punto en común: la coincidencia en que sus carreras deportivas levantaron vuelo después del anuncio, como si se hubieran despojado de un lastre. “A las 24 horas —sigue Martínez— volví a competir en los 500 metros, una distancia en la que estaba lejos de ser el favorito, mucho más difícil para mí que los 300 metros, y sin embargo mejoré mi producción y gané la medalla de plata. O sea, incluso me fue mejor de todo lo bien que ya me había ido el día anterior”. Si bien los avances en los derechos de las diversidades sexuales son visibles en los últimos años, transformadores como Martínez todavía deben pelear contra cierta invisibilidad: a pesar de haber sido campeón mundial de los 100 metros en 2016, de haber ganado cuatro medallas en los Juegos Panamericanos -dos en Toronto 2015 y dos en Lima 2019-, y de ser el único atleta mexicano hombre en decir ser gay, el patinador todavía no cuenta con una entrada en Wikipedia.
—Al regresar a México la repercusión fue enorme, en especial en las redes sociales —dice Martínez—, pero aunque noto una apertura para lograr el cambio que queremos, todavía hay gente que está en contra de los gays. A mí no me lo dicen personalmente pero muchas personas que se pusieron en contacto conmigo me contaron historias horribles de discriminación que han vivido. Yo sigo siendo el único deportista mexicano hombre en decir que soy homosexual pero no se los reprocho a mis colegas: se trata de una decisión muy personal y es cuestión de tiempo.

Si Martínez se colgó una medalla de bronce y otra de plata en los Juegos Panamericanos 2019, el podio íntegramente homosexual se completó con el oro que Imhoff, como uno de los integrantes de la selección argentina de vóley, ganó en Lima. Esa habría sido la foto.
El fútbol, cosa de “machos”
En 2019, ya convertido en un referente, a Imhoff le preguntaron qué faltaba para que los futbolistas se sumaran a su cruzada. La consulta apuntaba al ámbito argentino pero, sin referencias latinoamericanas o europeas visibles (el Messi brasileño sólo es conocido en su estado, Río Grande del Norte), podría extenderse al resto del continente y del mundo. También en Chile, Perú, Colombia, Ecuador, Paraguay, Venezuela, México y Centroamérica los futbolistas homosexuales siguen sin visibilizarse.
—Tiene que haber alguien que se anime a inmolarse y lo diga —sostuvo Imhoff. Yo me inmolé en el vóley y estoy feliz de haberlo hecho, aunque no sea un deporte tan popular. Cuando salga el primero, todo el fútbol argentino tiene que salir a bancarlo. Las figuras más importantes también deberían contribuir porque no nos damos idea de la cantidad de personas que están sufriendo. No es por el simple hecho de decirlo sino porque esas personas la están pasando verdaderamente mal.
«Yo me inmolé en el vóley y estoy feliz de haberlo hecho»
Casi en simultáneo, como si hubiera recibido un pase de gol de Imhoff, a esa angustia silenciosa hizo referencia su compatriota Matías Vargas, futbolista de Vélez. “26 equipos (en el torneo de Primera División), 30 jugadores por plantel, ¿vos decís que no hay ningún homosexual? Esa persona está sufriendo”, dijo Vargas a un canal deportivo de su país, TyC Sports, a mediados de 2019, poco antes de ver vendido al Espanyol de Barcelona. Y agregó: “Yo me sumo muchas veces a los chistes sobre el tema y después me doy cuenta de que no está bien, porque estoy ofendiendo a una persona que tiene una elección sexual diferente. Hablé con un compañero sobre el tema y me dijo, como justificándose, ‘acá todos nos bañamos desnudos’, a lo que le respondí ‘el tipo no se va a masturbar delante nuestro. Vos te bañas, él se baña y cada uno está en su mundo. Si te viene a tocar es un degenerado y un violador’”.
Las palabras de Vargas comenzaron a despabilar al habitual conservadurismo que corroe al fútbol argentino (y latinoamericano, y mundial). La homofobia había llegado a su cumbre en 1995 cuando el entonces técnico de la albiceleste, Daniel Passarella, dijo que no convocaría a jugadores homosexuales a la selección bicampeona del mundo. Mientras la enorme mayoría de los entrenadores de Primera División de entonces justificaban su postura -o no la contradecían bajo el paraguas de “prefiero no opinar”-, un activista LGBT debió salirle al cruce en solitario. Se trató de Carlos Jáuregui, primer presidente de la Comunidad Homosexual Argentina y organizador de la primera marcha del orgullo gay en Buenos Aires, en 1992, quien acusó de discriminación a Passarella y dijo que en la Selección, a pesar de la proclama del técnico, jugaba un homosexual silencioso.
Con el apoyo de la mayoría de los medios deportivos -un editorial de la revista “El Gráfico” explicó que “el entrenador no discrimina, selecciona, y tiene todo el derecho de hacerlo: llamaría a negros y judíos si respondieran al perfil de jugador que prefiere pero no convocaría homosexuales porque sabe que generarían problemas”-, Passarella fue por más y sugirió que sus jugadores debían denunciar a Jáuregui por haber “acusado” a uno de ellos de ser gay: “Me preguntaron si convocaría a un jugador homosexual y dije que no porque es un gusto personal —respondió Passarella—, como por ahí no me gusta un jugador demasiado alto. Este es un país democrático y no estoy en contra de los gays, simplemente que en mi trabajo no lo permitiría. Y si yo fuera jugador de la Selección, tomaría medidas contra la denuncia de este señor (por Jáuregui): no se puede acusar sin tener pruebas. Pero no quiero responder más. No estoy con tiempo para estupideces”.
Nueve años después, en Uruguay, el entrenador de la selección “celeste”, Jorge Fossati, imitaría a Passarella: «Pueden acusarme de clasista (sic) pero creo que un homosexual no debe estar en un plantel profesional. Sería un transgresor entre hombres porque tienen costumbres muy diferentes. Existen determinadas normas que deben ser resguardadas”. Pero mientras el fútbol argentino se calló ante Passarella, en Uruguay alguien salió al cruce de Fossati: Wilson Oliver, ex futbolista de Nacional de Montevideo a mediados de la década de los años 80.
Si impacta que ninguno de los miles de jugadores en actividad de Primera División de América Latina haya dicho ser gay -la frase de Vargas aplicada al resto del continente-, el Río de la Plata al menos cuenta con el testimonio de un ex futbolista homosexual que jugó para un club importante: Nacional es tricampeón de las copas Libertadores e Intercontinental. Aunque en Internet haya pocos rastros de su carrera, como si se tratara de un futbolista fantasmagórico, Oliver vistió la camiseta en uno de los clubes grandes de Uruguay en 1986. Su historia no es tan conocida porque, a diferencia de la espontaneidad con la que el Messi brasileño, Cruz, Imhoff y Martínez hablan ante los medios, Oliver -que vive en Barcelona desde 2004 y ahora tiene 53 años- se muestra con más reparos. La primera entrevista que concedió, en 2005 a la revista “Gay Barcelona”, se debió en parte a su enojo con Fossati, el técnico de la selección uruguaya que el año anterior había dicho que no convocaría homosexuales. Durante mucho tiempo no volvió a hablar con periodistas hasta que en febrero de 2018 -y después de insistirle algunos meses- me autorizó a entrevistarlo para el diario argentino “Página/12”. Finalmente en septiembre de 2019, Oliver le dio su testimonio a un periodista de su país, Martín Rodríguez, el relator uruguayo que se convirtió en referente de la diversidad. Su artículo salió publicado en el periódico “La diaria”-.
El recuerdo de Oliver es el de alguien que vivía tan mal como futbolista que prefería pasar desapercibido. Llegó a entablar una máxima que todavía hoy es difícil rebatir: “Fútbol y homosexualidad no se puede”. Paso a paso, club a club, país a país, su camino se tornó asfixiante, como si el profesionalismo le quitara oxígeno.
—Llegué del interior de Uruguay a Montevideo con 18 años —reconstruyó en sus entrevistas. Nacional tenía un equipazo, la base de jugadores que dos años después saldría campeón de América y del mundo, en 1988. Yo era número 10 y jugué las últimas fechas de 1986. Al año siguiente vino una etapa de cambios y a los juveniles nos dieron a préstamo a otros clubes.
Una noche me salvé de caer preso en una discoteca durante una razia que hicieron los militares. Mi primo, que era homosexual, cayó con otra gente. Yo zafé de casualidad porque justo ese día no fui: imaginate lo que habría sido mi vida.
Descubrí que ser un jugador al que reconocieran en todos lados era una cagada. No podía hacer mi vida, era un estrés grande. Después de ese suceso empecé a vivir mi otra vida en Buenos Aires (a tres horas en barco de Montevideo). Pero ¿quién no tiene un kinesiólogo en un club que sea gay, un médico gay, un hincha gay, un periodista gay? Me veían en las discotecas y me relacionaban. Eso se transformó en vox populi y decidí que jugar en Primera era no hacer mi vida. Cuanta más fama, menos libertad. Acordé que me dieran al Tanque Sisley, que estaba en Segunda División. Me sentía perseguido.
En Villa Española, otro de los clubes en que los jugué, me sentí más contenido y me fue bien. Pero igual la presión que sentía era terrible, porque era doble. Tenía que rendir dentro de la cancha y aprender a fingir un personaje que no era. Todo eso era imposible, te termina destruyendo. Eran todos susurros a mis espaldas. Un día estábamos comiendo un asado en la concentración, y pasó uno al fondo y gritó ‘Oliver se la come’. Todos se quedaron en silencio. Nadie dijo nada. Y en la cancha pasaba lo mismo. La hinchada de Villa Española me defendía pero las de los otros equipos se la agarraban conmigo. Yo venía de Primera, sabían que era gay y la forma de presionarme para que rindiera menos era ésa, cantándome en contra.
Recién salíamos de la dictadura (en Uruguay terminó en marzo de 1985). Eran otros tiempos, el 100 por 100 de la gente se manejaba de esa manera, con prejuicios. Ahora tenés un 70 por ciento que sigue así pero ya hay un 30 por ciento que abrió la cabeza, que sabe que eso es un disparate. Es una historia extrañísima que la gente haya inventado que los heterosexuales son mejores que los homosexuales. Y que te griten ‘maricón’, ‘tragasable’, ‘te la comés’, todo eso, es un insulto, te hace mal, no es gratuito. Mientras que un tipo que se acuesta con cinco mujeres sea un crack y una mujer que se acuesta con cinco tipos sea una atorranta, estamos mal.
Cuanto más lejos pudiera ir a jugar, mejor. Y me fui al Portuguesa de Venezuela. Yo quería hacer mi vida, pasar desapercibido, juntar plata para abandonar el fútbol y estudiar una carrera. Y después también jugué en Guatemala, pero en Centroamérica el ambiente era súper machista, así que estaba en la misma. Allá vivía con mi pareja, que me hizo tomar conciencia de lo que pasaba, que mi vida no podía ser así. Fútbol y homosexualidad no se puede, así que me dije ‘basta de fútbol’. Estuve dos años afuera y volví a Villa Española (en la Segunda de Uruguay), y después terminé jugando en el interior de mi país, sin llamar la atención. Me retiré joven, a los 26 o 27 años, y no quise saber más nada —contó.
Además de Oliver, ex futbolistas profesionales que hayan contado voluntariamente su homosexualidad no hay muchos. En América Latina, al menos, ninguno más (en Paraguay se supo el caso de un futbolista en 2018 pero fue a través del chantaje de un dirigente, que mostró una imagen de intimidad con supuestos fines extorsivos). Tampoco en el resto del mundo es una práctica masiva: el alemán Thomas Hitzlsperger, que participó en el Mundial 2006, declaró ser gay al año siguiente de haberse retirado, en 2014. También el francés Olivier Rouyer, que jugó el Mundial 78 para su país y después fue director técnico, hizo pública su homosexualidad tras alejarse de los vestuarios. El estadounidense David Testo y el belga Jonathan De Falco completan una lista que aún sería más breve si solo se contaran los futbolistas que declaran ser gays en actividad. El caso más renombrado continúa siendo el del inglés Justin Fashanu, el delantero que en 1981 pasó al Nottingham Forest, entonces vigente bicampeón de Europa. Sin embargo, en lo mejor de su carrera -en 1980 había convertido “el gol del año” en Inglaterra- comenzó su debacle, y no sólo profesional. El entrenador del equipo, Brian Clough, encaró a Fashanú cuando le llegaron infidencias de su vida privada. “¿Adónde vas si querés comprar pan?”, le preguntó el técnico, a lo que el delantero le respondió: “A una panadería”. “¿Y carne?”, insistió el entrenador. “A una carnicería”, dijo Fashanu. “¿Y entonces por qué vas a esos bares de maricones?”, remató Clough, que al poco tiempo le prohibió al delantero seguir practicando con el equipo. Fashanu comenzó un declive deportivo hasta que en 1990, en una entrevista con The Sun -y cuando ya jugaba en equipos de ascenso, lejos de su esplendor-, se declaró homosexual. Lejos de encontrar la felicidad, su vida continuó siendo un tormento y se suicidó en 1998. “No quiero ser más una vergüenza para mis amigos y mi familia —escribió en su carta póstuma, antes de ahorcarse—. Espero que el Jesús que yo amo me dé la bienvenida y finalmente encuentre la paz”.
A la espera de que algún futbolista en actividad de las principales ligas de Europa rompa el silencio, quien tomó la bandera de la visibilización en los últimos años fue el estadounidense Robbie Rodgers, figura de Los Ángeles Galaxy, de la MLS. También lo hicieron, en campeonatos menores de otros lugares del mundo, el australiano Andy Brennan, el sueco Anton Hysen y, finalmente, un latinoamericano: el argentino Nicolás Fernández, arquero de General Belgrano de La Pampa, un equipo del centro geográfico del país que participa en una liga regional que, según el organigrama del fútbol argentino, equivaldría a una quinta división nacional.
Fernández se declaró homosexual a mediados de 2019 en redes sociales: “Soy feliz. Gracias a quienes lo entienden. Y perdón a quien no. Un género no determina nada y mucho menos habla de quién soy como persona. Estoy enamorado y sí, de alguien de mi mismo sexo”. Sus palabras primero tuvieron repercusión en medios locales y en febrero de 2020 llegaron al periodismo nacional. Entrevistado por el periodista Roberto Parrotino, del periódico cooperativo “Tiempo Argentino”, Fernández se convirtió en el primer futbolista, en actividad o retirado, en hablar públicamente de su homosexualidad. No lo hizo ninguno de los 25 mil jugadores que pasaron por la Primera División de Argentina en más de 100 años de historia, seguramente algunos de ellos gays e ídolos de multitudes, campeones nacionales y en compañía de hermosas mujeres, para mostrar una máscara heterosexual.
—En el vestuario de Deportivo Rivera (el equipo de un pueblo de 3 mil habitantes al oeste de la provincia de Buenos Aires), estaba bromeando con el capitán y me sorprendió adelante de todo el plantel: ‘¿Y vos qué onda? ¿Te gustan los chicos o las chicas?’ —reconstruyó Fernández. Se ve que había estado averiguando. Se hizo un silencio y les dije que había estado en pareja tres años con un chico, y que si alguno tenía un problema, me lo dijera. Fue simple, y los muchachos aceptaron sin ningún problema. Me sentí aliviado.
«Me gritan ‘puto’ en la cancha y yo me doy vuelta y me río»
Cuando llegué a Atlético Santa Rosa (un equipo con un breve pasado en la Primera de Argentina, en 1983) golpeé la puerta del vestuario y saludé a todos. Caí bien y un día, hablando con el capitán, le dije que tenía pareja. ‘Ah, buenísimo’, me dijo, ‘ningún problema’. Hay que actuar con normalidad porque no pasa nada, justamente.
No tomo mal que hagan un comentario, un chiste. De hecho, mis compañeros lo hacen y me río. No lo tomo a pecho. Tengo claro quién soy, qué hago y qué dejo de hacer. Hay gente gay que por ahí se siente mal pero a mí no me pasa. Me gritan ‘puto’ en la cancha y yo me doy vuelta y me río. El año pasado atajé con un conjunto de ropa rosa. Me dijeron tantas cosas para hacerme enojar y sacarme del partido que yo me agachaba, le hacía cualquier gesto, me reía. Les gané. No lograron hacerme enojar.
Dar un salto de libertad
Como si fuese un juego de dominó, los movimientos del voleibolista Imhoff y del futbolista Fernández ayudaron a derribar nuevas fichas en el deporte argentino. Sebastián Vega, basquetbolista de Gimnasia y Esgrima de Comodoro Rivadavia, un histórico club patagónico de la Liga Nacional -la competencia en la que empezaron a brillar Emanuel Ginóbili, Luis Scola y demás figuras-, anunció su homosexualidad en marzo de 2020. La entrevista al arquero de General Belgrano, viralizada el mes anterior, actuó como disparador y red de contención, aunque tampoco fue el único motivo que decidió a mostrarse al alero de 2 metros de altura. “La gente me pasaba la noticia todo el tiempo como diciendo ‘mirá, hacelo vos también’”, reconstruye Vega, de 31 años, que además ya era alentado por uno de sus amigos del básquet, Lucas Pérez, hoy jugador de La Unión de Formosa. El 12 de febrero, casi en simultáneo a que Fernández ganara espacio como el primer futbolista argentino en dar el salto, ambos coincidieron en Córdoba por los partidos que sus respectivos equipos debían jugar en esa ciudad. En un café vespertino, antes de dirigirse a los estadios, Pérez le dio a Vega el impulso final: le dijo que ya era hora, que era un buen tipo y que no debía sufrir más.

Aún así, tampoco le resultó fácil al basquetbolista argentino (en la NBA sólo se conocieron dos casos, John Amaiechi en 2007, ya retirado, y Jason Collins en 2013, entonces en actividad). Aunque Vega recorría el final de un proceso que había empezado algunos años atrás con la apertura ante sus íntimos -su familia, sus amigos y algunos compañeros de Gimnasia, entre ellos el técnico, conocían su orientación sexual-, su hermana igual quiso saber por qué sentía la necesidad de divulgarlo. No era una mala pregunta: Vega lo consultó consigo mismo varias veces hasta que entendió que quería liberarse de la máscara pública de la heterosexualidad para cerrar una injusticia. La sexualidad de cualquier persona no debe ser cuestionada.
—Fue el cierre a un largo avance en el que resolví que no debía fingir más, que no estaba haciendo nada malo y que no iba a herir a nadie -me dice Sebastián, por teléfono, desde la Patagonia argentina-. En un momento estaba enojado con el básquet y me preguntaba si practicar deporte profesional y ser gay podían ir de la mano. Hasta que una noche, después de haber cortado con mi pareja, de llorar muchísimo y de pasarla muy mal, llegué a la conclusión que, si yo no cambiaba mi parte, nada central cambiaría. Hablé con amigas íntimas de mi ciudad, Gualeguaychú (en el litoral argentino, 2.000 kilómetros al norte de Comodoro Rivadavia), y les dije que me estaba ahogando, que tenía dolor de garganta. Ahora me doy cuenta de que era porque no podía hablar lo que me estaba pasando. Tampoco es casualidad que hasta entonces sufría muchas más lesiones de lo normal: el cuerpo habla por uno. En eso leí una frase que dice “hacelo con miedo pero hacelo igual” y me ayudó mucho. Miedo se tiene siempre: antes de invertir y de subirse a un avión, pero igual lo hacés.
«Estaba enojado con el básquet y me preguntaba si practicar deporte profesional y ser gay podían ir de la mano»
El martes 10 de marzo de 2020, en la mañana siguiente a un triunfo de Gimnasia como local, Vega subió a sus redes sociales una carta titulada “La verdad nos hará libres”. La fecha de publicación estaba calculada: faltaban seis días para el próximo partido del equipo, el lunes 16, tiempo suficiente para que Sebastián procesara el cimbronazo emocional que viviría y no afectara su rendimiento en el campo de juego -aunque finalmente el coronovirus terminaría suspendiendo la Liga esa misma semana-. “Me acuerdo del momento con exactitud: yo tirado en la cama, a oscuras, mirando el techo en silencio, sin saber qué hacer, sin querer asumir, con la cabeza explotada. Acababa de estar con un hombre por primera vez y no lo podía aceptar. Aquella noche fue una de las peores que recuerde”, comenzó su carta, que contó con la edición del periodista Germán Beder.
Como hay pocas cosas que generen más empatía que un sufrimiento injusto -y encima difícil de compartir-, la energía positiva que Vega recibió fuera y dentro del básquet, un deporte menos salvaje que el fútbol pero hasta entonces sin ningún caso de apertura en Argentina, resultó absoluta: “Fue un 100 por ciento de adhesión, uno de los días más felices de mi vida, de decir ‘ahora soy yo’, ‘ya no finjo’ y ‘sigo siendo el mismo Sebastián, el jugador de básquet’”, resume Sebastián, que sin embargo todavía seguía preocupado por su padre, de 64 años. Algunos años atrás, cuando había decidido comunicarle su afinidad por los hombres (el último eslabón de blanquear en su cadena familiar), Sebastián creyó que su padre podría echarlo del hogar familiar. “Pero casi se desmayó y terminó en una situación de telenovela”, recuerda. Con mucho diálogo, el padre del basquetbolista terminó entendiendo que su hijo pertenecía a otra generación, una que está empezando a vivir con libertad. Aún así, una vez que Sebastián hizo pública su carta, su papá permaneció en su casa los primeros días: prefería no salir por las calles de Gualeguaychú, una comunidad de 110.000 habitantes en las que casi todos se conocen.
—Él pensaba que yo iba a sufrir, que me iban a señalar, y por eso al principio tampoco quería ver a los amigos con los que se junta a ver carreras de caballos —dice Sebastián. Pero de a poco entendió que las reacciones eran buenísimas y un día se animó a salir a la calle. Eso fue aún mejor: la gente lo abrazaba en el supermercado, lo felicitaba por mi valentía y mi papá terminó de darse cuenta de que no había cambiado nada. O que sí había cambiado, pero para bien. Yo también debo entender a mis padres y a la gente de su generación: son súper católicos y tal vez tenían otras expectativas. Pero la sociedad va cambiando y ahora con mi viejo estamos mejor que nunca: desde el amor, todo se puede.
Además del triunfo personal, Vega también cosechó una recompensa colectiva: pasar a ser considerado una bandera de consulta. “Me daba cuenta de que podía aportar mi granito de arena, y no quería ser más egoísta —concluye—. Me dije ‘sí, soy esto, ya está, no hay más dudas’, y de paso ayudo a futuras generaciones. Ojalá los que están empezando ahora no tengan que dar explicaciones sobre lo que hacen o dejan de hacer: creo que planté una semillita para que todo pueda empezar a cambiar y se viva con naturalidad”.
El primero en Chile
Si el Covid-19 impidió que Vega, después de su anuncio, volviera a jugar en la Liga de Basquet de Argentina durante los meses siguientes, la pandemia actuó como acelerador de un proceso al otro lado de la Cordillera de los Andes. Con pocos días de diferencia, y todavía en medio de la paralización de las actividades deportivas en América Latina, el chileno Daniel Arcos, del club Deportes Castro, de la Primera División de Chile, replicó el camino de su colega argentino: se convirtió en el primer basquetbolista de su país en decir que es homosexual. No sólo eso. “En el básquet chileno soy el único y, que yo sepa, creo que también en el resto de los deportes de mi país”, precisa Daniel al otro lado del teléfono, a fines de junio de 2020.

—La pandemia nos mostró lo frágiles somos y, en lo personal, me sirvió para tomarme el tiempo de pensar cómo quiero vivir desde ahora —explica Arcos desde el archipélago de Chiloé, en la Región de los Lagos, al sur de Chile—. Lo hablé con mi familia y cambié los tiempos de visibilización: tenía pensado hablar de mi homosexualidad una vez retirado del básquet, pero me pregunté a mí mismo por qué no podía hacerlo desde ahora y decidí adelantarlo. Leí que nadie saldrá de la pandemia de la misma manera de cómo entró y en mi caso aplica perfectamente —asegura.
Arcos, que publicó su carta el 15 de junio de 2020, se había contactado por redes sociales con Vega, ya convertido en un inspirador. “Hubo varios empujones que me llevaron a escribir ahora —dice Daniel, capitán de su equipo e hijo de Irán Arcos, el presidente de la Federación de Básquet de Chile. Yo estoy orgulloso de quién soy, de la persona que soy, del amigo que soy y del deportista que soy, entonces me pregunté: ‘¿Por qué tenía que esconder una parte de mi vida?’ La orientación sexual de alguien no debería resultar interesante para nadie. Yo pude contarlo y ahora seguiré con mi mensaje, que no le hace mal a nadie, aunque sé que incomoda a algunos”.
Como ocurrió con el resto de sus colegas latinoamericanos, el basquetbolista chileno se convirtió rápidamente en un icono LGBT de su país. Pocas semanas atrás, uno de los mayores ídolos deportivos de la historia chilena, el tenista Marcelo Ríos, ex número 1 mundial, había sacado a relucir su homofobia: “No me gustan los homosexuales. Ver a dos huevones dándose besos con lengua, como se ve acá en Estados Unidos -donde vive-, me rebota. No es fácil para mí, no me criaron así. Tengo que decir la verdad, aunque me critiquen”, dijo Ríos, de 44 años.
«Si me molesta que me digan que soy homosexual, gay o maricón, entonces no entendí nada»
En la vereda opuesta a ese tipo de mensajes, Arcos recibió amor y empatía. “La repercusión fue enorme, mucho mayor a la esperada, y siempre de manera positiva —dice desde su casa, 1.300 kilómetros al sur de la capital de Chile, Santiago. A nivel nacional hablé en televisión abierta, adonde no pensé que llegaría, y por las redes recibí tantos mensajes de diferentes países que todavía no pude responder a todos. Algunos fueron del ámbito del deporte con mensajes tristes, incluso de gente que pensó en suicidarse”.
Con el torneo interrumpido, Arcos sabe que algún día volverá a jugar. Aunque cree que, ya liberado, lo hará mejor, también intuye que puede recibir insultos de hinchas rivales, los de su equipo, Deportes Castro, ya le mostraron su apoyo. “Antes de publicar mi texto puse en la balanza todo lo positivo y lo negativo —dice. Sé que, en la segunda columna, está la posibilidad de que la homofobia presente en los estadios lleve a algunos espectadores a gritarme de manera ofensiva. Entiendo que tal vez lo hagan para sacar ventaja deportiva pero, si me molesta que me digan que soy homosexual, gay o maricón, entonces no entendí nada de lo que escribí en mi carta. Sí, soy homosexual, y no debería importarme que me griten eso. No puedo hacerme responsable de los prejuicios de quienes me griten”.
Lo doblemente notable es que Arcos cree que no está hablando para el futuro sino para el presente. “Mi mensaje no es para las próximas generaciones, porque los chicos y chicas que vienen ya entenderán mucho más de elecciones sexuales libres, sino para la actual, para los adultos de ahora. Quiero que se pueda hablar de lo que antes era imposible”, se despide Arcos, de 26 años, al otro lado del teléfono.
El muro comienza a caer
Diego Murzi, un sociólogo argentino especialista en el campo deportivo, visitó en 2017 a los chicos de 15 años que jugaban en la Séptima División de Argentinos Juniors. Su taller consistía en violencia y masculinidades: quería hablar de los lugares comunes del fútbol pero desafiar a las jóvenes promesas del club que promovió a Diego Maradona. “Que apareciera la homofobia clásica del ambiente y yo pudiera desarmar ese relato —reconstruye Murzi—, pero me encontré con que el referente del equipo me dijo que se podía tener novio y ser un crack, y un par de chicos agregaron cosas parecidas. Al año siguiente volví a trabajar en Argentinos y, aunque obviamente estaban los chistes clásicos homofóbicos, noté que el discurso sobre las sexualidades entre los pibes no era tan monolítico como el de los futbolistas profesionales. Mi conclusión es que se trata de una cuestión generacional, de pibes que fueron escolarizados en instituciones donde este discurso más abierto ya se refleja en el pensamiento”.
Aunque el deporte continúe enmohecido en sus tabúes retrógrados -tampoco se conoce ningún tenista hombre que haya dicho ser homosexual-, tarde o temprano el futuro será de estos chicos desacomplejados: incluso el rugby de Argentina ya cuenta con dos equipos gays, Ciervos Pampas y Huarpes, que no compiten por torneos oficiales pero le dan luz a la causa, y al otro lado de la Cordillera está Cóndores Chile, el primer club de futbolistas homosexuales fundado en ese país. A medida que entrevistaba a los pioneros latinoamericanos en visibilizar sus diversidades, les iba comentando de sus colegas que, a miles de kilómetros de sus países, se sumaban a su misma cruzada. Pero al brasileño Messi le dije del argentino Fernández y no lo conocía, y al mexicano Martínez le hablé de Imhoff y tampoco lo conocía, y al puertorriqueño Cruz le comenté de Vega y tampoco lo conocía (Arcos sí había estado en contacto con Vega, posiblemente por compartir el deporte y vivir en países limítrofes). Es curioso: el puñado de hombres latinoamericanos que encabezan el rompimiento del último muro invisible del deporte no sólo no está en contacto, sino que la mayoría no había escuchado hablar de sí mismos. Algún día deberían juntarse y brindar por su contribución colectiva, mucho más sanadora que cualquier gol, hasta los del Messi argentino y sus alumnos.